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La moneda del Treme

Paquito

Otras muchas cosas podían faltarle, pero las grandes y enrevesadas ideas nunca le escasearon a Trivaldo González y García. No por gusto lo apodaban el Tremebundo, con su cariñoso diminutivo del Treme. Y todo eso de las distintas monedas, el di­nero plástico y la proliferación de tarjetas lo motivaron a concebir una importante propuesta que en breve presentaría ante el Banco Central de Cuba (BCC).

El Treme lo tenía todo pensado. Sacó sus cuentas, googleó cientos de páginas web sobre finanzas y criptomonedas, se leyó todas las directivas nacionales para corregir distorsiones y reimpulsar la eco­nomía, e hizo un PowerPoint final con su fórmula secreta: había que crear el Tiem­po Libremente Convertible (TLC), mone­da que —modestia aparte— la gente bau­tizaría como el tremelecé.

El principio de funcionamiento del tre­melecé era tan sencillo y genial, que su crea­dor no comprendía cómo a nadie se le había ocurrido antes. La gente pagaría todas sus transacciones con tiempo acumulado.

Por ejemplo, usted llegaría a la bodega y podría comprar su canasta familiar nor­mada con las horas de espera que había gastado en la cola del banco (y le sobraría dinero, por cierto). O entraría al banco, y podría depositar en su nueva tarjeta, a la cual denominarían la Infinita, las horas que había estado esperando la guagua, y así sucesivamente.

El tremelecé serviría además para ac­ceder a una novedosa cadena de tiendas mejor aprovisionadas, donde el cliente podría convertir el tiempo depositado en la tarjeta Infinita en su equivalente en moneda dura, y así adquirir productos de alta gama o de la más modesta industria local, bajo una regla que el Treme siempre recordaba de su difunta madre: lo que no se va en lágrimas, se va en suspiros.

Ya con todo el proyecto listo para la presentación, el Treme fue con su porta­folio y una memoria flash para la parada más cercana a su casa, en la periferia de la ciudad, camino al BCC. Pero cuando al fin llegó el ómnibus se percató de que tenía tremenda pasmadera, ni un pesito cubano en la billetera. “¡El que no ten­ga los dos cañas, que ni suba!”, vociferó con muy malas pulgas el conductor des­de el estribo. Y así sucumbió antes de nacer, engavetada, la tremendísima idea del tremelecé.

 

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