Esa belleza extraña de las composiciones de Marta Valdés, que ha inspirado y desafiado a no pocos cantantes, ha instalado a la artista en un lugar no muy transitado del panorama de la música cubana, ámbito de elegidos.
Marta Valdés no fue un fenómeno de masas (ni ella lo pretendió nunca), el suyo siempre fue un público más selecto, sensible a ciertas resonancias líricas. Y precisamente por eso, más que admiradores contó siempre con devotos.
Cuba ha despedido a quien quizás fuera en estos momentos la principal representante de una época de la canción cubana, etapa de tránsitos y renovaciones formales que no fracturaron la gran tradición trovadoresca, el influjo maravilloso del filin, el reinado del bolero… Pero era otra la materia, otra la luz. Allí se realizó Marta Valdés.
Evocando los sentimientos más íntimos del ser humano (que son al final patrimonio compartido), desnudando pasiones y anhelos, dialogando con grandes figuras de la cultura nacional —fueran o no sus contemporáneos—, ella fue articulando una obra que ha devenido legado para la nación.
A golpe de melodías, armonías y palabras, Marta Valdés caló en miles de personas, que asumieron sus temas como parte raigal de sus bandas sonoras.
Ella, además de cantautora y guitarrista, fue una gran pensadora de la cultura. Una humanista. Una maestra. Lo único que puede llenar su vacío es el fruto de su ejemplo. No solo dejó canciones; forjó un relevo.