París.- Otra vez, ¡qué bendición! Toca echar a andar. La ciudad se empina sobre el cielo y casi nadie repara en la acción. Otros hacen turismo a su manera.
Encarnan los personajes que se inventan, ¡solo ellos saben lo que han tenido que hacer para estar aquí!; muchos ven, pero no miran. Tiran fotos y posan con miles de tipos de sonrisas.
En una concurrida esquina un hombre mayor y canoso toca el violín con algo de ternura rota. Un grupo de jóvenes lo sortea y corretea por las calles, mientras algunas palomas se echan a volar asustadas ante tanto ímpetu.
Los bares que adornan las aceras parecen repletos, varios y deliciosos aromas inundan la mañana. La mayoría inalcanzable para el bolsillo del visitante humilde.
La urbe luce miles de colores. Los tonos de las ropas de los transeúntes se mezclan y pintan un cuadro único.
Es París majestuosa, culta y a veces ruidosa. Algún grito, sirenas hasta cláxones inquietos y acelerados cobran protagonismo.
Hay mucho para ver y aplaudir, incluso para compartir y callar. Imagino a Julio Verne, Balzac, Baudelaire, Napoleón, Voltaire e incluso Proust, caminar por las calles parisinas.
Quizás de incógnitos o seguidos de partidarios. Dándose un baño de multitudes, definitivamente jamás caminaron solos.
No hay personajes pequeños aquí. El espíritu de un peculiar vagabundeo atraviesa el alma de muchos. En ocasiones, la multitud te envuelve haciéndote por varios minutos uno de ellos.
Nadie repara en ti y sin embargo, no caminas solo. Se conversa con gestos y miradas, como en esas películas del cine mudo, en las que cada seña dejaba huellas.
La ciudad guarda secretos. Descubrirlos es tarea ardua si se pretende desentrañar historias ocultas. Escaleras que se suben y se bajan. Entrecalles y hasta jardines que pueden llegar hasta el río Sena impulsan el espíritu detectivesco.
París no tiene meta. Baila, sonríe y también se duele. Es una gigantesca vida, que no deja de hechizar.