Los escépticos deberían volver a los capítulos de hace algunos años de Tras la huella (es posible encontrarlos con relativa facilidad en la plataforma YouTube), para que puedan comprobar cuánto ha cambiado (para bien) la teleserie.
La popularidad del espacio está fuera de discusión: muy pocos programas generan tantas expectativas. Y muy pocas veces es tan difícil —asumiendo la complejidad del género, las demandas de recursos de esas puestas en pantalla— estar a la altura de perspectivas tan disímiles.
Pero más allá del resentimiento natural de la fórmula es notable el interés de productores y realizadores por renovarla, sin traicionar los planteamientos esenciales. En Tras la huella se recrean casos policiales tomados de la realidad. Y el objetivo es narrar cómo fueron resueltos. Esa es la pauta; el desafío es hacer un producto atractivo.
El público suele saber desde el principio quién es el delincuente y cuáles son sus fechorías, la trama se centra entonces en las peripecias del equipo de investigadores para resolver el expediente.
La más reciente temporada, que concluyó con la etapa vacacional, acentuó el ritmo del planteamiento, la complejidad de los conflictos y la humanización de los personajes. Paulatinamente se han abandonado lugares comunes y facilismos. Se aprovecha mejor el potencial dramático de cada caso. Las puestas tienen mejor factura… aunque a veces cierta vocación esteticista (cortinas con imágenes de la ciudad o la noche, por ejemplo), termina por ser demasiado adjetiva.
Aquí y allá se notaron problemas de edición. Y no todas las escenas de acción estuvieron bien solucionadas. Algo forzada resultó por momentos la naturalidad del equipo policial, se notaba el empeño… es cuestión de balancear. Y dio la impresión de que algunos casos no tenían suficiente materia prima como para dedicarles más de un capítulo, era evidente un regodeo en las situaciones.
El mérito mayor es que, contra todos los obstáculos, hay policiaco nacional. Se mantiene una tradición, la huella no se ha perdido.