«Y yo me quedo con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al fin del partido».
Eduardo Galeano
Con el yeso en su pie derecho y las dos muletas que sostenían su cuerpo de veinteañero, el Yamil se presentó en la esquina para jugar fútbol en nuestra particular Copa del Mundo: un obsoleto artilugio de bronce con forma de trofeo que él mismo había conseguido para entregarle al equipo que más partidos ganara en la tarde.
«¿Asere tú está loco?», le dijo el Kiki. «¿Vas a jugar así?», pregunté. Él asintió y algunos vecinos que miraban el juego desde la puerta de la casa desaprobaron su actitud irresponsable.
Pero, ¿cómo decirle que no al Yamil? Amaba el fútbol. Las porterías (bases de mesas de escuela), las mallas, y hasta el balón, en muchas ocasiones eran fruto de sus gestiones, y por aquellos tiempos jugábamos como fuera, hasta que Mireya y Lucrecia nos botaran por la bulla o algún pelotazo impactara los cristales de alguna puerta y tuviéramos que mudarnos a otra esquina-estadio.
Finalmente le llegó su turno, entró y se paró en la portería, con el pie fracturado en el aire y su peso reposando en las muletas y la pierna sana. Así se las arregló para sacar y mientras su equipo nos atacaba, se mantenía sentado en el travesaño.
Cuando recuperamos la bola, embestimos su arco. Se ponía atento. Disparo raso y ¡boom!, estrellado en la muleta, el siguiente detenido por su pie y en alguna que otra jugada lo salvó el palo.
Se enredaba en ocasiones y se precipitaban las malas palabras ante los fallos y las posibilidades de gol que no se concretaban. Era como estar a grada llena. Lucrecia gritaba que si seguíamos así nos íbamos a tener que ir pa otro lado, porque aquello no había quien lo aguantara y nosotros no sabíamos parar.
Así seguía el partido. Yamil daba salida y era capaz de hasta pinchar la pelota. En una de esas nos metieron el gol. Lo mismo que le hizo el Chelsea al Barça de Guardiola, pensé. Ni recuerdo quién fue el verdugo, pero si no las metes…, ya ustedes saben.
De esa forma, junto a su equipo, encadenó unas cuantas victorias. ¡Nos había ganado la banda de un cojo! Entre la risa y el chucho, un mayor que miraba «la liguita» aquella hizo la historia de Héctor Castro, el divino manco de Uruguay que anotó el primer gol de su país en una Copa del Mundo y que también marcó el cuarto tanto en la final ante Argentina para sellar el título charrúa en 1930.
¡Qué cosas! Nosotros teníamos nuestro estadio, la Copa, los Messi, los Pirlo, los Cristiano, los Iniesta y, por falta de un manco, también tuvimos un cojo que esa tarde hizo las veces de Buffon.
¿Quién fue el divino manco?
Héctor Castro nació el 29 de noviembre de 1904 en Montevideo, Uruguay. A los 13 años un accidente con una motosierra le arrancó el antebrazo, pero esto no le impidió jugar al fútbol. Militó en el Club Nacional, donde ganó tres campeonatos y a nivel de selección conquistó los Juegos Olímpicos de Ámsterdam 1928, el Mundial de Uruguay 1930, donde marcó dos goles, y las Copas América de Chile 1926 y Perú 1935.
La frase sobre el Mundial
«Veo a Camerún contra Marruecos en la final del Mundial»
Samuel Eto’o