En la fotografía que acompañaba la urna con sus cenizas, Eusebio Leal Spengler aparece besando la bandera cubana. En el esplendoroso salón de los Pasos Perdidos del Capitolio Nacional, donde el pueblo fue a rendirle tributo al gran historiador, el escudo de la palma solitaria es mucho más que un adorno en lámparas y mobiliario: ilumina y guía. Y mientras las personas desfilaban frente a los restos de este intelectual raigal, se escuchaban las solemnes notas de Paráfrasis del Himno Nacional de Cuba, compuesta por Hubert de Blanck.
No fueron casuales esos gestos de devoción a los símbolos supremos de la patria. Eusebio Leal los veneraba. No por superficial apego a los objetos, sino por reconocimiento cabal de la grandeza que representan.
Estudioso impenitente de la historia de su país, Leal asumía que en la gesta independentista cristalizaron las mejores esencias de la identidad cubana. Por tanto, no se podía vislumbrar un futuro (ni trabajar por este) ignorando el acervo de décadas de lucha. Una sola Revolución: la de Céspedes, Martí y Fidel Castro. Una Revolución interminable.
Pero él nunca fue un hombre enquistado en el pasado. Cambió el sentido del famoso adagio: “Cualquier tiempo por venir tiene que ser mejor”. Y no era simple retórica. Trabajó con ahínco en pos de realizaciones palpables, porque entendía que el hombre no vivía solo de discursos (aunque los suyos estaban animados por un espíritu vibrante).
Caminaba las calles de su ciudad, conversaba con la gente, proyectaba obras sociales, fundaba escuelas y talleres… Multiplicaba las horas.
Era un hombre de pueblo, de su pueblo. Aunque su proyección se hizo universal.
A nadie le asombró que a más de cuatro meses de su fallecimiento tantas personas fueran a despedirlo. A nadie debería asombrarle que el lugar de su descanso definitivo, en los jardines del antiguo Convento de San Francisco de Asís, se convierta en destino de peregrinación de sus muchos admiradores.
Él mereció el respeto y el cariño de millones de personas: era una de las más entrañables personalidades de la cultura cubana. Se ganó el reconocimiento unánime a golpe de trabajo y por una ejecutoria sostenida en la ética y la lealtad a principios irrenunciables.
Era voz imprescindible, polemista agudo y respetuoso, orador extraordinario. En años de profundos debates sobre el devenir de la nación, sobre los desafíos comunes, él fue siempre guía y referente.
Cuba lo idolatraba porque él idolatraba a Cuba. Y por Cuba y con Cuba trabajó siempre, en un ejercicio que pareció sacerdocio, que fue todo el tiempo magisterio, consagración.
Nadie podrá poner en duda la magnitud de la obra de Eusebio Leal: es concreción maravillosa, piedra sobre piedra; es aporte indiscutible, material y espiritual, a la calidad de vida de muchos cubanos. Él cumplió con creces la divisa martiana de que honrar honra. Honrar ha sido su itinerario.
Eusebio Leal se ganó el homenaje permanente de un pueblo que lo ubicó, hace mucho, en el sitial de honor de sus más encumbrados hijos.