En la madrugada del 20 de marzo del año 2003 la República de Iraq dejó de ser la nación que era. Una infernal, devastadora e indetenible ola de bombardeos y metralla iluminó la apacible noche de Bagdad, y fue el preludio a la sangrienta invasión de tropas norteamericanas y británicas, apoyadas por España y otros países aliados.
Escudándose en la supuesta posesión iraquí de armas de destrucción masiva, mentira propagada por la CIA, y en una feroz campaña mediática occidental que satanizaba al Gobierno de Saddam Hussein, el entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, convirtió a Iraq en la segunda víctima, después de Afganistán, de “su lucha contra el terrorismo internacional”, pretendiendo encubrir así los verdaderos objetivos imperialistas en tan sucia aventura bélica.
De nada valió que la existencia de tales tipos de armas en Iraq fuera desmentida en informes del Consejo de Seguridad del año 1998 y por las inspecciones de especialistas de la Organización de Naciones Unidas, la cuales culminaron el 17 de marzo del 2003. La inmoral “guerra preventiva” contra ese pueblo había sido decidida desde mucho tiempo atrás por los halcones del Pentágono y la Casa Blanca. Ni siquiera después de la invasión, las tropas norteamericanas encontraron vestigios de esos letales armamentos en arsenales iraquíes. Quince años después de iniciada la guerra prevalecen las huellas de agresión que persistió bajo la presidencia de Barack Obama, quien no cumplió su promesa electoral de ponerle fin al conflicto.
Iraq no ha podido recuperarse aún de la devastación causada por las hordas invasoras, quienes cobraron la vida de 1 millón de personas, mientras otros 2 millones se vieron forzados a buscar refugio en países vecinos. Como aves de rapiña las empresas transnacionales se volcaron sobre los vastos yacimientos de petróleo iraquí para ejercer el control en su producción y venta. El alto nivel de vida que disfrutaba la población desapareció y fue sustituido por la miseria, las privaciones y una alta tasa de desempleo, sin que la promesa de reconstrucción hecha por Estados Unidos se hiciera realidad.
Esta guerra marcó también, con el signo de la bestialidad, a las entonces Administraciones de Estados Unidos y el Reino Unido. Años después algunos de sus protagonistas pretendieron realizar un mea culpa, reconociendo el error de haberla provocado, entre ellos estuvieron el exprimer ministro británico, Anthony Blair, y la exsecretaria de Estado, Hillary Clinton. Pero ni siquiera a esos actos tardíos se sumaron Bush y José María Aznar, otros de los grandes culpables.
En recientes declaraciones el nuevo inquilino de la Casa Blanca, Donald Trump, aseguró que la decisión de la Administración del exmandatario George W. Bush de invadir el territorio iraquí en el año 2003 ha sido y sigue siendo una de las peores que se haya tomado en la historia de Estados Unidos. Lo que no reconoció fue que la peor parte la llevó el pueblo iraquí.