Ismael S. Albelo
Dos fines de semana devolvieron a los amantes del Ballet Nacional de Cuba esa cumbre de la danza de todos los tiempos, Giselle, esta vez con nuevos bailarines encargados de asumir los protagónicos de este ícono del romanticismo.
Bailar Giselle con el Ballet Nacional de Cuba y en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso es casi un desafío, tanto por el prestigio de su escenario, por la trascendencia de la producción de la compañía, y –sin duda, en primer lugar– por haber tenido a nuestra prima ballerina assoluta como la mejor intérprete del rol titular en el siglo XX.
Una vez más la dirección de la agrupación danzaria apostó por los jóvenes y, como era de esperar, la selección de los nuevos intérpretes fue la adecuada. La escuela cubana de ballet continúa preparando talentos que pasan, en breve tiempo, de meras esperanzas a contundentes realidades.
En el papel del guardabosques Hilarión debutó Julio Blanes, quien regresó a la compañía después de un período en otros proyectos danzarios. Aunque comenzó su actuación con cierto estatismo poco creíble para un rudo campesino enamorado, fue asimilando el personaje para llegar al final del primer acto con una certera imagen de angustia, dolor y arrepentimiento, mientras que en el segundo acto ya se le vio convencido de su propia historia.
Otros estrenos estuvieron en la Reina de las willis, asumidos por Claudia García y Glenda García. Ambas iniciaron sus entradas deslizándose en un rapidísimo pas de bourée que arrancó aplausos de la audiencia y estuvieron impuestas de su caracterización. Claudia derrochó virtuosismo en sus amplios saltos, mientras Glenda una elegante e impositiva presencia.
Tres muy jóvenes Albrecht aparecieron en esta temporada: Patricio Revé, con muy poca experiencia escénica, se mostró como todo un profesional, cuidadoso en los matices, sincero, ajeno a los nervios que debieron acompañarlo, no solo por tratarse de un debut, sino por bailar con la muy experimentada Viengsay Valdés; Raúl Abreu, impresionante en su dramatismo, cortés partenaire de Sadaise Arencibia y de impactante imagen de danseur noble; y Rafael Quenedit, desenfadado como falso campesino, enérgico en la lucha por su amor y desolado ante la pérdida definitiva de su amada devorada por la sepultura. El personaje de Albrecht requiere, como quizás otros papeles masculinos del romanticismo, un fuerte componente dramático, tanto o más que el desempeño técnico, que en los estrenos no demeritó el elemento actoral, casi asegurado dada la preparación académica de los bailarines. Todos salvaron sin escollos las dificultades técnicas de la coreografía.
Por último, hay que hablar de la nueva Giselle del firmamento del Ballet Nacional de Cuba: Grettel Morejón, la más reciente primera bailarina. Interpretar este rol en Cuba y con nuestra compañía es un reto definitivo, como una graduación universitaria en el país, y sortearlo con éxito es un doctorado. Igual que sus compañeros, la Morejón resultó una Giselle convincente: alegre y dispuesta desde su entrada a escena, débil pero firme ante su contrincante en el amor hacia el falso Loys, naturalista en la interpretación cumbre de la locura, con matices muy personales que le otorgaron una nueva faceta al tradicional discurso coreográfico, y un acto sobrenatural con esa necesaria sensación de vuelo resuelta y creíble. Grettel ha triunfado, ¡nació una nueva Giselle en Cuba!
Ahora, es preciso preservar la acción de responsabilizar a los noveles talentos con estos retos, rejuvenecer el rostro de la obra que Alicia Alonso creó “para que Giselle no muera”, quitándole el polvo de los años y acercándola a los patrones contemporáneos, que puede conservarse el romanticismo en el siglo de la Internet y el wifi, y evitar que este clásico ballet pase a ser una pieza de museo.