Mariana Grajales fue una mujer de carácter y espíritu quijotesco. Su vida fue una prolongada cabalgata revolucionaria, dentro y fuera de la manigua mambisa, en busca de molinos para derrotar. Estuvo signada su longeva existencia por los dos grandes procesos revolucionarios de la América Latina del siglo XIX: las guerras de independencia latinoamericanas entre 1810-1824 y el ciclo de liberación anticolonial cubano de 1868-1898. Nació el 12 de julio de 1815, justo cuando comenzaba la segunda etapa de la gesta continental. Falleció 78 años después, en 1893, mientras se alentaba la segunda revolución independentista, gestada por José Martí.
Podemos estudiar su vida desde dos planos, el de su época —con las gentes y acontecimientos que la conformaron— y el de los diversos acercamientos que los historiadores han hecho sobre ella. Ambos explican cómo a través de una espiral histórica su imagen ha ido creciendo hasta ser un auténtico mito de la ideología mambisa cubana. Su existencia también nos ilustra cómo se difuminan en la historiografía nacional los límites entre la historia divulgativa y la académica, cuando hablamos de grandes figuras de la historia de Cuba.
Época de flores
Si bien el siglo XIX no fue la centuria liberadora de la mujer cubana, personalidades y personajes femeninos son imprescindibles para conocer nuestro siglo renacentista: Gertrudis Gómez de Avellaneda, Luisa Pérez de Zambrana, Juana Borrero, Cecilia Valdés, Lucía Jeréz, Sofía Unzúazu, María Cabrales, Bernarda Toro, Amalia Simoni, Clemencia Gómez, Carmen Zayas Bazán, Leonor Pérez, Lucía Íñiguez, Magdalena Peñarredonda y, por supuesto, Mariana Grajales. Sin ellas y otras muchas no puede contarse nuestro devenir histórico. Sus quehaceres fueron determinantes en la formación de la identidad nacional. Las que participaron en las revoluciones de 1868 y 1895 entregaron su bregar, hijos y familias a la causa más noble de un país: la búsqueda incesante de su soberanía.
Mediante la literatura de aquella gesta sabemos lo que sufrieron; por ejemplo, los relatos y testimonios de los vejámenes que soportaron mujeres camagüeyanas por parte de las fuerzas españolas durante la Guerra del 68 son más que suficientes para rendir eterna reverencia a sus nombres. Al igual que Mariana otras muchas perdieron sus hijos y familias enteras.
En medio del aquel apostólico sacrificio femenino la personalidad de Mariana Grajales se alzó con luz propia. Su carácter conductor fue forjado en una atmósfera de ardiente romanticismo revolucionario; donde al decir de Máximo Gómez, se pretendía ser como Garibaldi, Robespierre, Bolívar, San Martín, Washington, toda aquella “gente guapa y loca”. Las revoluciones francesa (1789) y haitiana (1791), las guerras independentistas latinoamericanas (1810-1824) y la Guerra de Secesión de los Estados Unidos (1861-1865), dieron leña al fuego del pensamiento liberador que se convocó el 10 de octubre de 1868 para iniciar la independencia cubana, en la cual la madre de los Maceo devino un símbolo de resistencia.
Las miradas de los historiadores
Casada en segundas nupcias con Marcos Maceo, revolucionario formado en las guerras independentistas latinoamericanas, educó a sus hijos en una estricta tabla de valores que marcaron las posteriores conductas políticas de cada uno de ellos. Relatos y valoraciones de sus biógrafos dan fe de una sin par dirección hogareña en manos de la muy respetada madre y esposa.
La exhortación hecha a la descendencia para incorporarse a la Revolución del 68 ha sido iconizada hasta el presente por generaciones de historiadores como un referente indiscutido de amor y altruismo por Cuba. Durante la Guerra de los Diez Años permaneció en la manigua participando en todo lo que le fue dado.
Allí su imagen se hizo grande: su rostro daba cuenta en cada línea y pliegue de la piel de los dolores por la muerte de su esposo y varios hijos, la voz expresaba una convicción independentista que sobrecogía a cada oyente, el “fuego inextinguible” de sus ojos recordaba la gloria vivida. Con el paso del tiempo aquella presencia en un campamento, hospital o en una cueva protegida, se transformó de una madre querida y respetada a una mujer legendaria.
Poco a poco devino mito viviente que muchos desearon venerar; una anciana mítica que en las obras de los historiadores fue encarnando un espíritu de ascendentes dimensiones nacionales, cuyo sentido humano, no una perfección inalcanzable a veces presentada por estos, es lo que más nos aporta y nutre como cubanos.
En 1878, al concluir la primera guerra, se incorporó a la legión de emigrados patriotas que se asentaron en diversos lugares de América. Viajó a Jamaica en compañía de su nuera María Cabrales. Permaneció en esa isla hasta fallecer el 27 de noviembre de 1893. Su muerte fue herida incurable para Antonio Maceo, quien llegó a expresar que junto con la muerte de su padre y el Pacto del Zanjón fueron los tres hechos más dolorosos de su vida.
Martí, quien conoció a esta noble mujer, escribió dos sentidos artículos para el periódico Patria, los días 12 de diciembre de 1893 y 6 de enero de 1894. Repletos de merecidos elogios, en el primero encontramos un recurso movilizativo que nos hace inferir la sagacidad martiana en aras de unir los pinos viejos y nuevos, llamarla tres veces Mariana Maceo y no por su apellido, Grajales.
Al morir la llamó mujer de “epopeya y misterio”. Y fue cierto. Ambas palabras constituyen el pasado y presente de una vida que nos acompaña a 200 años de su natalicio. Proyectó una de las imágenes femeninas más importantes de la epopeya independentista. Le dio rostro de mujer a la tenacidad de un país. Hoy los historiadores hemos desentrañado su misterio: desde su sencillez humana consagró todas sus fuerzas a la emancipación nacional y dio a Cuba atlantes mambises que la levantaron y sostienen por siempre.
*Doctor en Ciencias Históricas y profesor de Historia de la Cultura Cubana en la Universidad de La Habana.
Brillante artículo.