Quedó parapléjico a los 8 años y aunque le pareció que el mundo sucumbía ante él, Adrián Aleaga Deliz (ahora ya con 28) soñó con una vida a partir de sus propias posibilidades. Durante una estancia en el Hospital Nacional de Rehabilitación Julio Díaz conoció la existencia de la escuela Solidaridad con Panamá, donde según su propio testimonio pasó los mejores momentos de su vida.
Allí regresa cada vez que puede; recorre sus espaciosos pasillos, visita el dormitorio que lo acogió por 15 años, se reúne con amigos de aquella etapa, y de manera particular abraza a sus profesores queridos, entre ellos a Elioberto Lara Valdés, quien le enseñó, entre tantas cosas, que para ser independiente debía afrontar la vida con valentía.
Esa es la filosofía que transmite Elioberto cada día y en un aula rodeada de muletas, sillas de ruedas y andadores —incluso de pequeños con aginesia (falta de miembros inferiores o superiores) prepara a los educandos con paciencia, dedicación y amor, para que salgan adelante en una escuela que los ayudará a triunfar.
La visita al centro de algunos egresados resulta oportuna. En un grupo de 5° grado comparten experiencias y anécdotas. “Muchachos —dijo el maestro al dirigirse a sus actuales alumnos—, a Adrián yo le exigía y él lloraba, armaba pataletas, me amenazaba con que se iba de la escuela. Ahora… ¡mírenlo ahí!, trabaja, es su propio sustento. No puedo explicarles lo que siento cuando ya los veo formados, ejerciendo algún oficio o profesión”.
Un cuarto de siglo de una noble idea
Fruto del noble y humano propósito del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, el 31 de diciembre de 1989 se inauguró la escuela especial Solidaridad con Panamá, para la atención de niños, jóvenes y adolescentes con limitaciones físico-motoras.
Única de su tipo a nivel nacional, la institución tiene en la actualidad una matrícula de 186 escolares, que en su gran mayoría reside en el propio centro y dos veces al año se traslada a sus provincias. Asimismo, algunos habaneros entran los lunes y salen los viernes, con carácter de internos, pues viven lejos o afrontan determinadas situaciones desde el punto de vista social.
Con un diseño bien estructurado que favorece la educación e instrucción, en la Solidaridad con Panamá se respira un ambiente de humanidad y cooperación, pues se trata de personas discapacitadas, con disímiles patologías, muchas de ellas malformaciones congénitas, las cuales requieren para su cuidado una relación muy estrecha entre la escuela y la familia.
Es un colectivo estable, integrado por 63 docentes, entre maestros y especialistas (logopedas, psicopedagogos, profesores de terapia ocupacional y de computación, fisiatras, bibliotecarios, instructores de arte), que combinan las labores de enseñanza con la rehabilitación física.
Por tanto, la atención es particularizada y en ella interviene no solo el profesor de aula, sino todo el personal de apoyo a la docencia: auxiliares de limpieza, almaceneros, cocineras, choferes, maestras y asistentes educativas, quienes en los dormitorios velan por la limpieza de los locales, y el aseo personal de los educandos.
Le llaman la casa grande, y mejor epíteto no pudiera existir para catalogar un quehacer abnegado cuyo único fin es devolver a la sociedad seres aptos para encauzar la vida a través de las enseñanzas técnica profesional o preuniversitaria, según lo permitan las capacidades de cada cual.
En aras de una vida adulta e independiente
“Esta es una escuela de tránsito, los niños generalmente permanecen aquí hasta que cumplen 18 o 19 años. Luego regresan a sus lugares de residencia y nosotros, en coordinación con la Asociación Cubana de Limitados Físico Motores (Aclifim) en los territorios, velamos porque la continuidad de estudios se corresponda con las posibilidades de empleo que existen en las comunidades. O sea, los preparamos en función de una vida adulta e independiente”, según explicó María Hernández Furet, directora en funciones.
Con tres décadas de trabajo en la educación especial, María da gracias a la vida por haberle brindado la oportunidad de laborar en esta institución desde hace 15 años, lugar donde ha desempeñado diferentes tareas, desde maestra de aula, logopeda, subdirectora, hasta secretaria general del sindicato durante un largo período. “Es una experiencia sumamente hermosa”.
En este contexto —señaló— insertamos a la familia con el objetivo de facilitarle herramientas para una mejor atención de los hijos. Cuando un niño tiene una determinada discapacidad —sobre todo de este tipo— ocurre muchas veces que la figura paterna abandona el hogar, entonces la madre deja el trabajo, se aparta de la sociedad y aparece el sentimiento de culpa, de baja autoestima. De ahí la importancia de la escuela para que el pequeño sea aceptado, en primer lugar, en el seno de la casa.
“Ellos nacen indefensos, necesitan de una mano, de un gesto, de una mirada, que les permita saber que hay alguien a su lado para compartir sus alegrías y penas. Son pequeños muy maltratados por la vida: ¿Por qué nací así, por qué yo, por qué me tocó a mí en este momento?
“Entonces, cuando este niñito llega a la escuela empezamos a trabajar con amor, entrega, ternura, y le enseñamos que —al margen de sus limitaciones— es igual que los demás, que su vida es un futuro sin barreras, que el Estado le brinda todas las posibilidades de inserción desde el punto de vista social”.
Daniela y Carlitos, símbolos de perseverancia
Él escribe poemas, ama la literatura, quiere ser periodista, es expresivo, amable, amoroso. Ella piensa ser doctora, se ríe cuando le pregunto cuál especialidad estudiará y con voz dulce afirma: “Es muy pronto, no lo tengo decidido aún”.
Se llaman Carlos Yordanis Boza Mojena y Daniela Verdecia Leyva, tienen 13 y 14 años, estudian 8° y 9° grados, y residen en las provincias de Granma y Santiago de Cuba, respectivamente. Ambos están unidos, de alguna manera, por el padecimiento: una mielomeningocele, malformación congénita que además de no poder caminar, les provoca la falta de control de los esfínteres.
“Yo entré a la escuela con 8 años y no sabía hacer nada —afirmó Daniela—. Aquí me enseñaron a bañarme, vestirme, peinarme. Es como mi segunda casa, permanezco el año entero, solo voy a mi provincia en el mes de diciembre y en las vacaciones de verano. Desde el punto de vista académico he mejorado mucho mi ortografía. Me gusta estar en la escuela, todo el mundo me entiende”.
Por su parte, Carlitos, como le dicen, narró que antes de llegar a la institución le costaba trabajo ponerse los zapatos, porque perdía un poco el equilibrio. Ahora esto lo ha superado y también dejó la silla de ruedas por un andador, pues con su ayuda puede caminar.
“Pensaba que en Solidaridad con Panamá yo estaría como en una burbuja, que me tratarían como un ser sin valor. Sin embargo, ha ocurrido lo contrario; respetan mis derechos y ya no estoy limitado para hacer muchas cosas. Me siento como cualquier otro, a pesar de mis limitaciones”.
La despedida con Carlitos fue sui géneris. Prefirió expresar su sentir en una estrofa de su propia inspiración: “Con los derechos humanos/ yo pude comprender/ que pueden ser/ por todos respetados/ llevándonos como hermanos/ sin distinción, raza o género/ respetando el credo ajeno/ manteniendo la paz mundial/ y muy pronto verás/ que felices viviremos”.