Por Amaury Pérez Valdivia
Para llegar hasta Hoyo de Vigueta es necesario recorrer largos caminos de tierra roja y fangosa, de esos que en temporada de lluvias se convierten en tembladeras que muy poco tendrían que envidiar a la más cumplida de las ciénagas.
Aunque desde hace algún tiempo no es así. Con los cambios del clima, del “Niño” y sus travesuras, los aguaceros ya no son lo que eran en esta zona del centro norte de la provincia de Camagüey.
“Sierra de Cubitas era la de antes, y no esta”, me dice un compañero de viaje, como resumiendo en palabras lo que la vista se empeña en reseñar: campos interminables de marabú que crecen donde antes florecían naranjales, y entre ellos, las moles blancas de las antiguas escuelas en el campo, la mayoría detenidas en el tiempo a la espera de un uso todavía por definir.
El calor corta el aire pesado, más agobiante aún por el polvillo rojizo que se levanta desde los terrenos resecos. En unos años tal vez no sea así –pues el municipio es uno de los señalados por el país para la perforación de pozos de gran profundidad– pero ahora mismo el agua resulta un bien extremadamente valioso, tanto o más que el dinero.
A sus 77 años de edad, Carlos Ruiz ha tenido oportunidades de sobra para aprenderlo. Sin ir muy lejos, durante la última seca debió pagar bastante por los viajes de agua con que –a tractor y carreta– logró mantener viva su siembra. Gracias a tantos desvelos, y a los suelos bien nutridos por materia vegetal, el verde reluce en sus cinco hectáreas de cítricos, frutales diversos, viandas… y hasta café.
A donde quiera que se mire la imagen es la misma: especies que se suceden en abigarrada combinación que no tiene nada de casual. Todo está pensado: desde los grandes árboles de aguacate y mamey que brindan sombra al café, a las abejas de un colmenar cercano que garantizan la fecundación de las plantas, o la tupida red de bejuquillo y otros arbustos que casi a ras del suelo contribuyen a enriquecer el sustrato vegetal.
Las décadas como guardabosques fueron la primera escuela de Carlos en su formación como agricultor orgánico. Así aprendió que “la naturaleza es un ser vivo; en ella nada sobra y todos los elementos están relacionados, empezando por la tierra y terminando en el más simple insecto, que puede salvarte o desgraciarte una vida de trabajo”.
Los mismos terrenos donde hoy se levanta su finca fueron por mucho tiempo coto exclusivo del marabú, que se extendía hasta las estribaciones pedregosas de la sierra que da nombre al municipio, y encierra casi por completo el pequeño valle en el que los Pico han cultivado por más setenta años.
De la familia, hoy son tres las “cabezas” que conducen la siembra: Carlos y su hijo Norge Vicente Ruiz Pico, y Jorge Pico, el sobrino que un día trocó el empleo de ciudad por el sacrificio provechoso del monte. De lindero a lindero, unas 30 hectáreas en las que ocupan sitio preeminente las naranjas de Valencia, “tal vez de las mejores de toda Cubitas porque”, aclara Jorge, “aquí no se usa ni un solo producto químico”.
Por un lado resulta muy fácil creerle, viendo colgar de cada rama abundantes racimos de la fruta. Pero queda la duda ante las características de un cultivo tan exigente como este, que en toda la zona llegó casi al punto de desaparecer ante el empuje de las plagas y la insuficiente atención.
Como en tantas otras circunstancias, el secreto está en el trabajo. “Mantener limpios los campos es un reto, pues no utilizamos herbicidas, todo es a chapeadora y machete”, cuenta Jorge, antes de enumerar la lista de “armas” a que apela para combatir enfermedades y garantizar que “sus matas” crezcan con la mayor vitalidad posible. “El macerado de la Tetonia sirve contra los áfidos y el aceite mineral como repelente para plagas como la Fumagina, las hormigas leonas se comen a las bravas, y si hacen falta fertilizantes, aprovechamos el fósforo, el magnesio o el potasio, que están entre los permitidos para este tipo de cultivos”.
“A veces uno termina apelando a cosas de viejos, como a la hora de podar los árboles o preparar el suelo para las nuevas siembras, pero en ese conocimiento acumulado hay muchas herramientas valiosas”, lo secunda Norge Vicente. “Aunque al principio resultan más difíciles, los cultivos orgánicos tienen la ventaja de ser más sanos y ya por ahí constituyen una ‘pelea’ que vale la pena echar”.
Sobre todo, ante el crecimiento del turismo extranjero que arriba al país y la demanda insatisfecha de grandes mercados como el europeo, en el que prácticamente toda la producción cubana tiene cabida segura. Eso sin contar con un escenario –nada improbable– en el que esas mismas frutas pudieran consumirse en los Estados Unidos, donde alcanzan precios muy superiores a los de sus similares cosechadas por métodos tradicionales.
Pensando en un futuro así este año, por primera vez, la Empresa Agropecuaria y Citrícola Sola incluyó formalmente en sus contratos el pago de una bonificación para los cultivadores de cítricos orgánicos, quienes recibirán 30 pesos más por cada quintal de naranjas o toronjas de ese tipo. Con la medida se pretende estimularlos y evitar que se repitan los impagos y demoras que en otras campañas desestimularon a varios de ellos, y pusieron en peligro la experiencia, única de su tipo en el país.
La decisión pudiera ser el primer paso hacia el afianzamiento de una modalidad agrícola que no defiende solo los resultados de la cosecha inmediata, sino también –y ahí radica lo más importante– de las que estén por venir.