Un evangelio que alimenta el alma

Un evangelio que alimenta el alma

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La vida de Gregoria Came­jo Reyes es una epopeya que podría firmar… ¿Qué escri­bo? por favor ¡disculpe! Ya basta de verbos y adjetivos de abu­rridos colores. De frases altisonantes y optimistas, que podrían provocar­le un empacho. Esta es una historia compleja e imperfecta. Si usted per­sigue realidad y franqueza, junto a tal vez, anhelos, dudas e incompren­siones devore los siguientes párrafos. Le adelanto, que en algún momento esta mujer cambió su vida por el ma­gisterio. Se lo enfundó como los fie­les devotos se entregan a sus dioses.

Gregoria Camejo junto a sus hijos Idania e Iván. Foto: José Raúl Rodríguez Robleda

Sepan que, a los 80 años, esta licenciada en Historia, hizo una maestría y hoy a los 94 todavía ba­talla, ¡sí, batalla! frente a un alum­nado cada vez más complejo. ¡Toda una gesta!, ¿verdad?…

Un soplo de brisa húmeda jugue­tea con las paredes y los adornos de la casa. Se conjura con una mezcla de esos aromas que llegan de la ca­lle e inundan el ambiente. Ajena al fenómeno Gregoria me mira de arri­ba a abajo. Hace casi dos minutos le lancé una pregunta y está como he­chizada, como si quisiera alcanzar un estado mental más profundo. Ja­más había estado yo en una posición similar. ¿Será la edad?, pienso en si­lencio. Callada, asiente cuatro, cin­co, ¡seis veces seguidas! De repente su lengua hidrata sus labios y con tono preciso y prolijo contesta.

“El magisterio es el amor de mi vida. Todavía me enamora. Dis­fruto dar clases. Estar cerca de los alumnos. Demostrarles que estu­diar es necesario. Sin duda, la en­señanza es mi vida.

“Mi amor por la educación nació en los años cuarenta del pasado siglo, gracias a buenos maestros —apunta como si el torrente de aire que toda­vía visita la casa impulsara las ve­las de su mente—. Estudié en Ceiba del Agua y las clases de Historia de Cuba las impartían como si fueran cuentos. Era algo majadera en otras asignaturas, pero la historia era ca­paz de cautivarme”, acentúa, enrai­zándose en un mueble viejo y robus­to, que parece acostumbrado a ella.

“A partir de ahí, ya con 12 años, esa asignatura y yo jamás volvimos a separarnos. En ese período conocí a Ramón Grau San Martín y a Eduar­do Chibás, es decir toqué hasta par­te de nuestra historia”, prosigue con una afabilidad similar a las letras que no pueden escapar de las mejo­res páginas.

¿Qué hace para no apagar la lla­ma del magisterio?, le digo en voz baja y sin sonar como un intruso.

“No creo que se me apague la pasión por dar clases. Es una necesi­dad para demostrar la importancia de educar —abunda en tanto suave­mente se arregla una llamativa blusa morada y blanca ¿se la habrá puesto para la ocasión?—. Mientras tenga fuerzas estaré ahí. Sufro por mu­chas cosas negativas que veo hoy en las escuelas —señala con delicadeza herida—. Esa lucha por hacerlos me­jores personas en cuanto a conducta y valores me impulsa” —riposta y un enérgico destello emana de su gar­ganta incitándome a abrir el cajón de nuevas vivencias—.

“Impartir clases con calidad, imaginación y sentimientos es algo que motiva la atención. Conocer con profundidad nuestra historia y to­car a Martí en su pensamiento es fundamental —señala y aprecio una fuerza intensa en sus ojos que miran envueltos en un halo grisáceo, en­corsetados en unos párpados arru­gados—. Es cierto que el salario es importante —acota y su dedo índice derecho apunta hacia las alturas— pero el profesor debe priorizar tocar el alma —traza con una cadencia suave y familiar, como la de alguien que disfruta mientras tararea una canción inolvidable…

Iván e Idania, dos de los hijos de Gregoria llevan unos minutos escu­chando la conversación. Guardan silencio. Sus codos descansan sobre los muslos y las manos juntas en for­ma de copas sostienen sus mentones. Parecen niños aplicados oyendo una gran lección.

“A través de los años he vivido montones de experiencias —dice ese evangelio nonagenario—. Antes los alumnos eran más responsables y respetuosos. Hoy, es muy difícil. Uno está obligado a una infinidad de co­sas para lograr su atención. Debes estar armado de paciencia y psicolo­gía si quieres enfrentar algunas ma­nifestaciones. Los debates pueden ser duros —asevera y golpea varias veces el brazo del mueble con sus añejos nudillos, percusiones adere­zadas de vigor—. Con hechos intento demostrarles lo primordial de tener valores”, certifica y su criterio pega como puños enguantados.

“El maestro se hace por el cami­no. Si tienes quien te guíe podrías enamorarte del magisterio. La inte­ligencia del profesor es clave. Se ne­cesita que los muchachos te sientan parte de ellos. Conocer sus gustos, deportes preferidos, dudas y sueños te abre muchas puertas, siempre des­de el respeto.

“Cada curso es más complica­do —señala y sus manos de largos dedos como velas de oscura cera se agitan nerviosamente—. Entro al aula y me tiemblan las piernas. A veces pienso qué me caerá este año. He tenido estudiantes a los que les di dinero para que visitaran a sus pa­dres en la cárcel. Otros de familias disfuncionales. Fui a sus casas para decirles lo indispensable de asistir a clases —asiente mientras le da un sorbo casi inmenso al jugo de mango que le ha servido su hija—. A esos les pongo todo mi corazón. Una buena formación puede hacerles salir de ese mundo y ser personas de bien. Ante la falta de valores, educación y respeto es necesario imponer la experiencia y los mejores sentimien­tos”, acuña y confieso que alucino ante su incesante energía.

Gregoria se levanta y camina en pequeños círculos, cada vez más pequeños. Es el centro de la trama. Todo se reduce a ella.

“Disfruto mucho cuando viejos alumnos me reconocen en la calle. Sus abrazos y saludos no tienen pre­cio. Siento una gran alegría en el pe­cho —expone a la vez que le entrega a Idania el vaso vacío. Regresa a su asiento y suavemente se deja caer como si no tuviera esqueleto—.

“Un profesor debe tener apoyo y comprensión por parte de sus supe­riores. Es una forma de fortalecer el trabajo. Han decaído la disciplina y la consideración. Los padres muchas veces permiten que sus hijos le fal­tan el respeto al profesor. Incluso lo desafían en su presencia —subraya, y por unos segundos sus labios son líneas de desaliento, parece que está a punto de llorar—. Dañan la ima­gen del maestro. No son receptivos, eso puede afectar al muchacho en su formación y comportamiento futuro.

“Nuestra educación tiene incon­tables logros, sin embargo, hemos decaído —prosigue en tanto que ju­gueteando con la cadena que cuel­ga de su cuello, intenta camuflar gestos que emanan una profunda tristeza—. Hay alumnos que llegan respetuosos y a los quince días de estar en el aula son otros. Introducir asignaturas de carácter cívico puede ayudar. Uno escucha y ve cosas en la calle que asustan. Defender los va­lores y las buenas maneras debe ser prioridad para enfrentar indolencias y hasta falta de consideración y abu­sos”, certifica y su vocecilla se con­vierte en un vozarrón.

“Si dirigiera un grupo de pro­fesores haría énfasis en el trato ha­cia los muchachos. No descuidaría la preparación profesional, pero cuando uno está más cerca de ellos es mejor —apunta con un ballet de felices guiños—. Hay cosas negativas que arrastran desde la casa, sin em­bargo, si prima el respeto de ambos lados se puede mejorar. Es mi expe­riencia”, y se lleva la mano al pecho marcando bien las palabras.

“No creo que se haya perdido la vocación por el magisterio. Hubo un momento que sí. Le decías a los padres si querían que sus hijos esco­gieran ese camino y te miraban con mala cara. Ahora no tanto.

La gente me pregunta cómo tengo esta vitalidad. Les digo que vayan al río Nilo y tomen un, poco —autentica junto a una corta, pero intensa y ronca risita—. No paro de caminar. Hago ejercicios hasta en el círculo de abuelos. Es mi fórmu­la y está al alcance de cualquiera. Te juro, que, aunque estoy rica y buena, ya me duelen bastantes las piernas”, suspira, y maliciosamente arruga la frente.

“A mis hijos les inculqué el amor a la patria. Les hablo de mis expe­riencias. De defender su tierra. Lu­ché por hacerlos buenas personas, creo que lo logré. Quiero llegar a los 120 años. Es uno de los retos que tengo. Otro es que los muchachos de hoy comprendan lo necesario de ser buenos y útiles. Seríamos una Cuba mejor”.

En casa, un rato después, tecleo como poseído. No deseo olvidar nin­gún detalle, incluso el beso de des­pedida que todavía habita en mi me­jilla. De repente, verbos malolientes llegan desde la calle. Me asomo a la ventana. Dos muchachos vestidos de obscenidad e irrespeto son los tristes protagonistas.

Casi de furia naufrago. Las pa­labras de Gregoria llegan al resca­te. Evoco su obra. La que cultiva el espíritu y ayuda a ser más libres. A preguntarse el porqué de las cosas, el sentido de la vida. Gregoria es irrepetible. Es un evangelio que ali­menta el alma.

(Gregoria trabaja actualmente en el Instituto Politécnico Amistad Cubano-Soviético)

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