
De todos los nombres usados para despistar a quienes la buscaban en Santiago de Cuba por su actividad revolucionaria uno perduró y subió a la Sierra Maestra: Vilma Espín, la “rabi-larga” que Raúl definiera en una carta a un combatiente. Se vistió de verde olivo para sustituir a Frank País en la clandestinidad y bajó triunfante del II Frente Oriental el 1.º de enero de 1959.
Había sido la segunda cubana graduada en Ingeniería Química Industrial, pero la primera en percatarse de cuánta falta hacía aglutinar en una organización a las mujeres en un país donde el 90 % de ellas no trabajaba más allá del hogar, sin profesiones u oficios. Tanta fuerza le puso, tanto argumento le dio a Fidel, que el 23 de agosto de 1960 nació la Federación de Mujeres Cubanas (FMC).
Y la guerrillera inteligente, la amante del canto y hasta jugadora de voleibol se convirtió en presidenta de la FMC. Programas para acabar con la prostitución y la discriminación social, creación de círculos infantiles, Código de la Familia, acceso pleno a los estudios y al trabajo honrado, talleres de corte y costura, dignificación de la mujer en todos los aspectos, son huellas de Vilma en una labor que enfrentó con el mismo amor con que educaba a su familia y a cuantos niños encontraba a su paso sin amparo familiar.
A los 95 años de su natalicio un homenaje, una melodía especial, una añoranza por su sonrisa pudiera parecer suficiente. Sin embargo, nada puede resumir más su ejemplo que esa vinculación directa con las federadas en sus casas y en los centros de trabajo, en un campo y hasta en un cañaveral, en una fiesta o en la reunión puntual para emprender nuevas ideas.
A esa Vilma, estrella amanecida, Cuba la reverencia no solo por tanto legado, sino también por la inspiración perenne a ser mejores seres humanos y más revolucionarios.