Cuando la muerte significa vida

Cuando la muerte significa vida

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Era sábado, 5 de marzo de 1960. Me pongo en la piel de un obrero portuario que, como tantos otros trabaja­dores, soldados, milicianos y pueblo, acompañaba a paso lento y en silencio has­ta el cementerio de Colón los féretros de las víctimas de la explosión ocurrida la víspera en la rada habane­ra, mientras se descargaban pertrechos bélicos del vapor francés La Coubre, proce­dente de Amberes, Bélgica.

Foto: Prensa Latina

En los oídos de muchos de los que marchaban no se había apagado aún el es­truendo ensordecedor que estremeció a la capital y les resultaba imposible deste­rrar de sus mentes la im­ponente imagen, semejante al hongo nuclear alzándose amenazadora sobre el puer­to, con una mezcla de trozos de madera, metal y fragmen­tos de metralla que al caer se diseminaban por todos la­dos. Después se produjo otro estallido. El suceso conmo­vió los corazones y se impu­so la pregunta ¿qué estaba pasando?

Aquel obrero fue uno de los que acudió al lugar lleno de angustia, aunque sin mie­do, para ayudar en lo que fuera posible. Nadie en esos momentos pensó en el peli­gro, sin embargo, los prime­ros socorristas fueron prác­ticamente barridos por la segunda explosión. Fue des­garrador enfrentarse a cuer­pos sin vida, algunos enne­grecidos por las llamas, otros mutilados o desaparecidos: ¡casi 100 muertos y 200 heri­dos!, un saldo terrible.

Todo eso inundaba las mentes de los que camina­ban desde la CTC hasta la necrópolis de Colón, en mar­cha compacta encabezada por los principales dirigen­tes de la Revolución tomados firmemente de los brazos. Cualquiera de ellos podría haber muerto porque se pre­sentaron inmediatamente en el escenario del siniestro. El Che estaba auxiliando a los heridos en las afueras del muelle y a Fidel y Raúl les faltaban 300 metros para llegar cuando se produjo la segunda explosión…

¿Qué había sucedido? ¿Un accidente? Al portuario no le parecía posible. Él mis­mo había participado en la manipulación de ese tipo de carga y nunca había ocurri­do nada semejante. Pronto el Comandante en Jefe en per­sona se encargaría de despe­jar sus dudas.

Lo vieron subirse en la cama de una rastra par­queada en la intersección de las calles 23 y 12, converti­da en tribuna improvisada, desde donde pronunció las palabras en las honras fú­nebres de los caídos. A todos les sorprendió su minucio­so relato de la investigación que sin pérdida de tiempo se había realizado para deter­minar las causas del suceso y cómo las pruebas descar­taban el factor accidental y apuntaban a un acto preme­ditado de quienes se habían empeñado en impedir que la Revolución adquiriera ar­mas para su defensa.

“Tenemos derecho a pensar —dijo Fidel— que entre los interesados hay que buscar a los causantes de las vidas cubanas que se perdieron en la tarde de ayer”.

Al dolor compartido con los familiares y compañe­ros de las víctimas se sumó la indignación ante las evi­dencias de un sabotaje. Se trataba sin duda de un acto terrorista e inmediatamen­te surgió en el pensamiento colectivo que detrás estaba la mano de la CIA.

¿Qué hacer? El senti­miento de impotencia ante el crimen cedió con las pala­bras de Fidel sobre cuál era la única actitud posible del pueblo ante cualquier agre­sión: “Nuevamente no ten­dríamos otra disyuntiva que aquella con que iniciamos la lucha revolucionaria: la de la libertad o la muerte. Solo que ahora libertad quiere decir algo más todavía: li­bertad quiere decir patria. Y la disyuntiva nuestra se­ría ¡Patria o Muerte!”.

Así nació la consigna de batalla, de resistencia. La multitud sintió que el Líder Histórico de la Revolución encarnaba en sus palabras la convicción renovada ese día: “¡Cuba no se acobarda­rá, Cuba no retrocederá; la Revolución no se detendrá, la Revolución no retroce­derá, la Revolución seguirá adelante victoriosamente, la Revolución continuará inquebrantable su mar­cha!”.

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Acerca del autor

Graduada de Periodismo. Subdirector Editorial del Periódico Trabajadores desde el …

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