Trabajadores… Palante

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Entonces llegó el ladrón manejando el trememotor

Paquito

Llevaba siglos reuniendo una tierrita para com­prarse una motorina. Más que una tierrita, era un enorme camión de volteo lleno de tierra lo que le había hecho falta al Treme para hacer rea­lidad su sueño, al compa­rar lo que le costó con sus exiguos ingresos.

Pero Trivaldo Gon­zález y García, alias el Tremebundo —el Tre­me, para quienes le que­rían—, no era de los que se amilanaba ante las dificultades. Rastreó a todos los parientes y amistades que le pudie­ran mandar aunque fue­ra una remesa chiquiti­ca; y luego acumuló por tres años el resultado de la venta de los frutos del aguacate que tenía en su patio, sin disfrutar de la masa panuda de uno solo de ellos en la más mínima ensalada.

Hasta que se compró su moto eléctrica, azul como la quería, nueveci­ta, acabadita de sacar del contenedor de un amigo que viaja. El día que la estrenó le amarró un cor­del con latas tintineantes para que todo el barrio se enterara, como si fue­ra la boda con el vehículo de su vida, el trememotor de su corazón.

Era tanto el orgullo del buenazo del Treme que hasta paraba en los azules para recoger pasa­je gratis y llevaba un cas­co adicional que les brin­daba a sus acompañantes, más una báscula para pesar al pasajero, porque eso sí, no montaba perso­nas con más de 55 kilos, incluido el equipaje.

Sin embargo ese idi­lio tremendista duró poco. Terminó antes de que se le rompiera por primera vez la batería recargable de la mo­torina, la cual —como ustedes saben—, suele comportarse como los merengues en la puerta de los colegios.

Un domingo por la noche de esos muy abu­rridos en que no ponen ni Tras la huella en la tele­visión, estaba el Treme en el portal de su casa, y vio pasar a un tipo en una motorina azul igua­litica a la suya. “Mira pa’ eso, cómo se parece a la mía”, suspiró sin in­quietarse, muy tranqui­lo al recordar todas las cadenas y candados con que amarraba a su bien amada en el parqueo. No podía suponer el Treme que al llegar al gara­je la mañana siguiente arrancaría, no el motor de su alma, sino la peor de sus pesadillas.

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