En calle 11

En calle 11

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Como a las siete de la noche del pasa­do viernes, 5 de septiembre, fuimos a la calle 11 mandados a buscar por Mendoza. Desde el domingo veníamos trabajando con los documentos del espía, tarea encargada por Fidel, y en cuyo primer intento fracasamos por el “novelón” cuando lo que se quería era un testimonio documental con el mí­nimo de nuestra cosecha y el máximo de prue­bas, para que la opinión nacional e internacio­nal pudiese adoptar sus propias conclusiones sin necesidad de comprometernos nosotros en algo que por sí mismo era evidente.

Foto: Estudios Revolución

¿A dónde voy por aquí? Bueno, el caso es que tornamos a la idea expresada por Fidel y reiniciamos el trabajo. Esto fue el jueves. El viernes, Mendoza fue a ver a Fidel con lo que ya habíamos hecho. Lo acompañaban Elmer y Martín de la CI. Y parece que Fidel se embu­lló a trabajar en el suplemento. Así recibimos la llamada y partimos Mirta y yo para casa de Celia. Llegamos con Falcón: posta a la entra­da, posta en el primer descanso, en el segundo también, con los “muchachos” como los llama Celia —muchachos de seis pies y AK de culatín plegable— y constituyen una señal inequívoca: el Comandante está arriba.

Fidel no tiene elevador y la escalera es larga y estrecha. Tres pisos. Al llegar arriba, saludos a Celia; pasamos a un comedorcito y una coci­nita, pisos de madera de pino cepillada, pare­des también de pino rojo, sin barniz ni pintura, intencionadamente rústico y sencillo. Algunos cuadros, pero ninguno famoso, dos o tres son imitaciones del estilo de Fidelio Ponce, bastan­te mal logrado, por cierto, otros dos de temas campesinos: un rostro de guajirito y una mu­chacha. Cerámica y objetos de mármol.

Según se entra está la habitación de Fidel: también de piso y paredes de madera. Libros a montones. Una mesita con ruedas junto a la cama también con libros y papeles. Un par de botas colocadas con precisión junto a la pa­red, una lámpara de pie para leer. Y la cama, la cama es algo especial, es algo así como una Fowler de hospital, alta y estrecha, con un res­paldo elevado de almohadones a la cabeza.

Aquí nada es en serie, todo es original. La casa es chiquita, es como un pent-house. En el pequeño comedor está la mesa oval de majagua levemente abrillantada y con asientos de alto respaldar y fondo de cuero sin curtir. Sobre ella cuelga una lámpara redonda. Luego un peque­ño televisor Hitachi, rodante. Al lado una sali­ta con una butaca reclinable y lámpara al lado. Aquí parece que lee el Comandante. Al lado teléfono y grabadora. También por esta zona libros a granel.

Todo esto se ve tan austero… Luego pasa­mos rumbo a donde se encontraba Fidel. Se sale al patio y allí aparece un floor de básquet de tabloncillo —vamos a aclarar, más bien es un gimnasio, un aro de baloncesto, aparatos de ejercicios: pesas, dumbels, pelotas de béisbol, etcétera. Entonces se suben dos o tres escalones de piedra rústica entre el aullido de los perros y cachorros enjaulados junto al patio y se llega a la puerta de la biblioteca. Esta es un salón de estilo rústico, piso de lajas negras y paredes de tabla sin pulir, cubiertas de estantes de libros. Los hay de todo: desde bioquímica y ganade­ría hasta espionaje y ciencia-ficción. Muchos sobre la Segunda Guerra Mundial. Muchos sobre Marx, Lenin y la URSS. Casi la mitad de todos corresponden a ciencias aplicadas, especialmente en los temas de: genética, pro­ducción de leche, ganadería en general, caña de azúcar, fertilizantes, herbicidas, maquina­ria agrícola y otros. En literatura veo a Lorca: Obras Completas, y algunos pocos consagra­dos mundiales. Nada, absolutamente nada, de nuestros “nuevos valores” literarios.

También hay un estante entero destinado a los libros del Che y a obras de la Revolu­ción y de Fidel editadas en el extranjero. Al otro extremo del salón hay como una espe­cie de banco corrido hecho de piedras. Sobre él globos terráqueos y de la bóveda celeste en tonos multicolores. Encima diccionarios y obras de ciencia en general. Del otro lado una chimenea de ladrillos rojos cubierta por una pesada campana de cobre puntia­guda. Aquí todo es macizo. Oscuras vasijas de bronce por los rincones. Sobre el piso una piel de tigre y una piel de oso. Las butacas tienen ruedas de madera.

Al centro del salón hay una gran mesa de reuniones. Junto a ella está Fidel, pelo revuel­to y barba descuidada, pantalones verde-olivo ligados abajo y camisa de pijama azul pálido. Lleva medias de lana negras, una de ellas, por cierto, con un agujero del tamaño de una peseta por la planta del pie. Fidel esgrime su bolígrafo dorado con la tradicional e incon­fundible tinta roja. Este es el sitio de traba­jo intelectual y de recibo, digamos oficial, del Comandante en Jefe.

Trabajamos un rato. Fidel va tocando los asuntos, lee documentos, tantea opiniones, lue­go concluye y escribe con letra menuda en un block. Pone una frase, vuelve luego sobre ella, tacha, vuelve a escribir, tacha por tercera vez. Al final es una araña, pero la idea queda ex­presada en su justo medio.

Fidel está violento con el lío del espía Hum­berto Carrillo Colón.* Pone algo contundente y se ríe. Enseguida se levanta y camina en plan­tillas de media por la habitación. Si no escri­be, dicta, y entonces “le cae encima” al agitado escribiente; habla rápido, repite varias veces, perfeccionándola, la misma idea: después una pausa e interroga con los ojos al que escribe. Si no se le coloca por detrás y le pone las manos en los hombros. Y en todo el tiempo no deja de mesarse las barbas y el bigote sin recortar y en cascada. Otra cosa son las manos, enormes, y que nunca reposan. Las manos lo van expresan­do todo: cruzadas al pecho cuando lee o piensa, inquietas cuando apunta una idea. Uñas ama­rillas y largas de fumador empedernido.

El tiempo vuela. A eso de las ocho y me­dia de la noche, Fidel dice que lo esperen un momento “que hay un programa de televi­sión que le interesa” y sale. Al poco rato una orden: —Fidel, que lo dejen todo y vayan para allá. Está en el comedor, frente al aparato. Sir­ven unas tostadas con queso y yogurt. Esa es su comida de esta noche pues está a dieta y la dieta se generaliza para los invitados. Luego pide ta­baco. El programa de TV es una presentación en “El pueblo pregunta” de nuestro equipo de béis­bol que ganó el campeonato mundial amateur de Santo Domingo. Sale García Bango** gaguean­do a todo tren y Fidel dice: —“Esto es un rela­jo”. Después viene la máquina de pitchear, que suscita nuevos comentarios. Ponen documenta­les sobre su empleo. Fidel comenta que este es un programa muy instructivo. Se ríe cada vez que sale uno de los peloteros o se hace algún comentario sobre ellos: Él los conoce personal­mente a todos. Al poco rato se regresa al salón. Se sigue trabajando. El Comandante comenta, ya de tarde, que la fatiga se hace sentir con la hora y se acuerda continuar mañana. —Pon­gan ustedes la hora, dice. ¿Las diez? ¿Las diez y media?— Bueno, vamos a poner a las 11, ¿bien? Déjenlo todo como está en la mesa que ya esto está casi terminado. Él tiene que hablar ahora con Almeida y Ramiro que parten para Hanoi a los funerales del Bac Ho.

*El 3 de septiembre de 1969 el embajador cubano en México, Joaquín Hernández de Armas, entregó a la Cancillería de su país una nota diplomática denun­ciando las actividades de espionaje de Humberto Juan José Carrillo Colón, consejero y agregado de prensa en la embajada mexicana en La Habana, al servicio de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, de acuerdo con un dossier desclasificado del Minis­terio de Relaciones Exteriores y la contrainteligen­cia cubanos. La nota diplomática “fue redactada con sumo cuidado, para facilitar al de México una solu­ción adecuada y justa al desagradable incidente, sin hacer imputación alguna de responsabilidad a dicho gobierno”, comentó el diario Granma.

**Jorge García Bango, quien fuera presidente del Ins­tituto Nacional de Deportes (Inder).

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