“Cuando ellos llegaban de la escuela preguntaban ¿mami, dónde está papi? Y les respondía: en la estancia. Vayan allá, lo saludan y lo ayudan. Así fuimos inculcándoles el amor a la tierra, el amor al trabajo. Eso sí, sin descuidar sus estudios”.
A sus casi 80 años de edad Blanca Avelina Figueredo recuerda esos diálogos diarios con Jorge y Nandy, una estampa que era común en nuestros campos, un rasgo identitario que la modernidad ha ido arrebatándonos para mal de toda la sociedad.
Así vivieron su infancia en la comunidad de Manantiales, actual municipio de Majibacoa. Estos dos muchachos, quienes bajo la tutela de Idelgrades Velázquez y Blanca Avelina Figueredo se han convertido en baluarte de la producción agropecuaria.
Las enseñanzas de los viejos
“Ni papá ni mamá tenían instrucción académica, pero estaban dotados de un saber natural sostenido e incrementado por cuatro generaciones anteriores; y, el ‘viejo’ siempre fue —y a sus 87 años sigue siendo— un ejemplo inagotable para todos nosotros con la medalla Niceto Pérez”, entre otras.
Lo afirma Jorge, mientras chequea a pie de surco la calidad de las faenas que acometen sus trabajadores, y agrega: “Nosotros tuvimos la dicha de ser de esa generación que escuchaba a mamá y a papá, que oía los consejos de los mayores. Eso nos permitió asimilar esa sabiduría natural tomada de nuestros antepasados. Nunca debimos perder esa tradición”, exalta y comenta comportamientos y aptitudes que la niegan en estos tiempos.
Argumenta que “en la vida para hacer las cosas bien hay que conocer, y en las labores del campo es igual. No se trata de plantar por plantar”, y ellos son buscadores incansables de conocimientos y dos campesinos que admiran la ciencia y la traen a sus tierras.
De Manantiales a Blanca Rosa
Con esas sabidurías acumuladas llegó toda la familia a Blanca Rosa y ocuparon cuatro caballerías otorgadas en usufructo que pertenecían a la entonces unidad básica de producción cooperativa Cuba Va.
“Aquí —rememora Jorge—, la situación era precaria: el 70 % de la extensión estaba ocupado por el marabú, pero empezamos a trabajar con constancia hasta que lo hicimos desaparecer”.
Ahora, esos campos tienen una imagen diferente y se han convertido en referencia para los productores de la provincia. En 13,42 hectáreas reina el plátano, y crecen en menor escala plantaciones de yuca y boniato. En las restantes 39 se enseñorea la crianza de ganado mayor y menor, y comparten espacios 76 cabezas de bovino y 200 de ovino-caprino.
Cuenta Jorge que las reses están en fomento, pero ya tienen nueve vacas en ordeño que les permiten entregar alrededor de 28 litros de leche diariamente a la bodega de la comunidad; mientras, la mayor parte de los ovinos se comercializan en las ferias organizadas en el municipio y la capital provincial.
“Alrededor de un 90 % de las producciones —afirma—, es destinado al consumo social del municipio y un 10 % lo dedicamos a la atención de los trabajadores y a la familia”, certifica.
Las razones del cambio…
La transformación de esas tierras está directamente vinculada con la calidad humana y el deseo de hacer de los hermanos Jorge y Nandy, al uso de la agroecología, de compost y de tracción animal; al respeto a las costumbres campesinas, que elevan a rangos superiores comportamientos y conductas cívicas que hoy escasean para muchos.
Ellos han continuado transmitiendo esos valores a sus hijos, jóvenes que alternan otras responsabilidades con las atenciones culturales de las plantaciones imprescindibles para sostener el emporio productivo que la familia ha creado.
Y van mucho más allá: “A nuestros obreros, permanentes y temporales, les inculcamos esos valores humanos, que cultivamos, además, con la atención a los trabajadores ya jubilados, y a vecinos necesitados de ayuda”, remarca Jorge.