No pude dejar de ver la carrera, la última en Juegos Paralímpicos de una de las atletas cubanas más grandes que hemos tenido en este siglo XXI. Luego, toda vestida de roja, junto a su guía Yunior Kindelán, recibió su onceno metal dorado en estas lides desde Londres 2012 hasta Paris 2024.
Y por más que apretó la garganta y buscaba no pensar en ese momento, salieron las lágrimas. Esas lágrimas que todos sentimos bien adentro, cual despedida de las pistas y de la actividad física que desde los 15 años hizo su nombre cotidiano para todos. Decir Omara Durand es voluntad y empeño por encima de su progresiva pérdida de visión, que la puede dejar ciega en un corto tiempo si no se opera ya.
Sus manos estaban más nerviosas que cuando cargó por vez primera a su hija Erika. Y el abrazo con Yunior selló la doble vuelta de tuerca en su piel. Todo se acabó, parecía susurrar entre sollozos. Y como los hombres también lloran, el joven que la ha acompañado en los últimos nueve años en cada entrenamiento y en cada triunfo no pudo evitar sus ojos inflamados de lágrimas también.
Luego vino el himno nacional, el toque de la campana que cada monarca en estos Juegos Paralímpicos hacía como señal de triunfo y las declaraciones preparadas desde días, semanas, meses antes. «Lloraba de emoción, de alegría y nostalgia», aseguró Omara. «Lloraba por el trabajo que hicimos por tantos años», argumentó Yunior.
Y el cronista pensaba que los cubanos lloramos por todo eso y por su humildad, sencillez y entereza entre tantos premios; por todo lo que vamos a extrañarla sonriendo cuando vencía cada meta, cual niña santiaguera del reparto Desys, que gustaba de jugar con sus muñecas a ser una madre voleibolista o gimnasta. Por cierto, practicó gimnasia rítmica un tiempo hasta que el profesor Reinaldo Cascaret la vio corriendo en unas clases de Educación Física.
Muchas entrevistas, crónicas y noticias he podido compartir con Omara desde que irrumpió en el vuelo de palabras del periodismo deportivo. Sin embargo, en esta ocasión no voy a abusar de su paciencia para ninguna exclusiva. La disfruté corriendo, la abracé desde La Habana al lado de Yunior y sentí que sus lágrimas también cantaban: «toma mi corazón…. te lo dejo aquí».
Ese corazón que pertenece a Cuba, a la Revolución, al Fidel que tiene tatuado en su alma. Omara merece un recibimiento como lo que es: fuente de inspiración y orgullo nacional. Juro que es de palabras cortas, pero precisas. Auténticamente santiaguera y madre ejemplar. Y quizás por eso no vació todas sus lágrimas. Le quedan muchas más bien adentro para su familia, sus amigos, su esposo, su entrenadora Mirian Ferrer y su Erika, quien será música y no deportista. Y tal vez pronto le regale los acordes de una canción de Silvio que retrata fielmente el momento vivido este 7 de septiembre del 2024:
«Le he preguntado a mi sombra/ a ver como ando para reírme,/ mientras el llanto, con voz de templo,/rompe en la sala regando el tiempo…»