La comparación de resultados entre el deporte convencional y el que practican personas con alguna discapacidad no es sano, justo ni lleva a ningún camino feliz. Quienes se afanan en eso jamás entenderán que la cultura física y la voluntad para ejercitar los músculos van siempre de la mano, pero hay un filo muy delicado en que no se cruzan. Y por eso no pueden compararse.
Las hazañas vividas en agosto durante los Juegos Olímpicos, con Mijaín López, Erislandi Alvárez y los otros medallistas o finalistas olímpicos que tuvo Cuba no son menores ni mayores a las que estamos presenciando por estos días en el mismo escenario de París con los atletas nuestros en los Juegos Paralímpicos. Simplemente son eso. Hazañas distintas y cada una lleva la autenticidad de sus protagonistas. Ponerlas a competir o sacar conclusiones resta el valor que tienen. Y es imperdonable.
El corazón se ennoblece con Mijaín por sus cinco títulos y toda la longevidad deportiva y exclusividad olímpica que implica eso. Pero el corazón se ennoblece distinto con Omara Durand, Robiel Yankiel del Sol, Yunier Fernández, Guillermo Varona, Pablo Ramírez, Yamel Vives, Ulicer Aguilera y los otros tantos que componen la delegación antillana.
Esa distinción es simplemente explicada desde el sacrificio y la entereza que implica haber sufrido un accidente o nacer con alguna discapacidad, y pasar por encima de esas limitaciones para hacer deporte. Las historias personales de los 21 integrantes que nos representan en la capital francesa en esta nueva edición de los Juegos Paralímpicos darían para libros enteros de dolor y sufrimientos sino fuera por el renacer experimentado con la actividad física.
Por eso hay tantas categorías como puedan crearse. Por eso las lágrimas se roban el alma al ver deportistas con amputaciones, ciegos y hasta con la discapacidad más severa en una piscina nadando, en una pista corriendo, en un banco cargando pesas o en un taraflex jugando fútbol con un cascabel, por solo citar cuatro ejemplos. Por eso aquí vuelve a importar bien poco las medallas, cuando en realidad es un éxito para ellos estar vivos, poder imitar a sus ídolos convencionales y amar más la vida de esa manera.
He escuchado mucho por estos días una canción que tiene el verso ideal para lo que intento compartir con ustedes. «Admiro el tiempo que nunca paró…. » Para ellos jamás paró el tiempo, por eso la admiración sean o no medallistas. Su grandeza no tiene parangón. No se afanen en buscarla. Como ahora mismo no busco la forma de abrazarlos a todos desde estas líneas. Solo los admiro más. Y ojalá su ejemplo nos ayudara a ser mejores seres humanos a todos. A construir con más ganas un mejor país. A enderezar un mundo cada vez más loco.
Acerca del autor
Máster en Ciencias de la Comunicación. Director del Periódico Trabajadores desde el 1 de julio del 2024. Editor-jefe de la Redacción Deportiva desde 2007. Ha participado en coberturas periodísticas de Juegos Centroamericanos y del Caribe, Juegos Panamericanos, Juegos Olímpicos, Copa Intercontinental de Béisbol, Clásico Mundial de Béisbol, Campeonatos Mundiales de Judo, entre otras. Profesor del Instituto Internacional de Periodismo José Martí, en La Habana, Cuba.