No hay que insistir en las tan socorridas tiranteces entre la socialización de la llamada música comercial y otras expresiones menos favorecidas por el mercado, no obstante su contundencia estética. Hace mucho —y por supuesto, no solo en Cuba— se libra una batalla que va más allá de la arena cultural.
El conflicto no solo magnifica antagonismos estilísticos y de audiencia, sino que también destaca disparidades en el acceso y la inversión. La prevalencia del género urbano (y no precisamente sus mejores concreciones) en no pocas plataformas comerciales, por ejemplo, no es casual: detrás hay una maquinaria de marketing bien engrasada, alimentada por grandes corporaciones que ven en estos productos un negocio lucrativo.
El acceso inmediato y masivo a esa música, facilitado por las redes sociales y los algoritmos de recomendación, refuerza su presencia en la cotidianidad de millones de personas.
En contraste, y con puntuales e indiscutibles valores artísticos, otros géneros (canción, instrumental, música de concierto) luchan por mantener su relevancia en un panorama que parece privilegiar lo efímero y lo comercialmente rentable. Hay una percepción de que se trata de expresiones elitistas o destinadas a minorías.
Algunos, incluso, han llegado a calificar todo lo que no comulgue con el reguetón o el pop como música de viejos, destinada a desaparecer o a enquistarse en la preferencia de sectores decadentes. Son los extremos. El propio mercado reconoce la vitalidad de la música menos seriada, y reserva ciertos espacios para “los entendidos”.
El entramado institucional de la cultura en Cuba insiste en sostener y promover esa creación, a partir de esquemas de financiamiento, socialización y formación.
Pero el desbalance en la promoción en muchos espacios emergentes —que se explica en buena medida por una falsa idea de democratización del acceso— no solo atenta contra la visibilidad de la extraordinaria variedad de la música; también influye en la educación del gusto.
No es una simple metáfora: las grandes audiencias son bombardeadas con auténticos subproductos, de fácil digestión. Mientras, la buena música a veces queda relegada a espacios especializados.
Equilibrar la balanza es una tarea compleja. Y no debería implicar prohibiciones ni imposiciones. Ninguna política cultural que se pretenda efectiva puede darse el lujo de ignorar las lógicas del mercado. El desafío es influir en esas lógicas.
En última instancia, esta lidia refleja una tensión muy profunda en la cultura contemporánea: la elección entre lo efímero y lo perdurable, entre lo comercialmente eficaz y lo artísticamente valioso. Ojalá que, atendiendo a claras jerarquías estéticas, no hubiera necesidad de enfrentar esa disyuntiva.
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