La dedicatoria de la 32 Feria Internacional del Libro a la filósofa y ensayista Isabel Monal (Sagua la Grande, 1931) es un acto de reconocimiento a una mujer que, desde emblemáticas responsabilidades en el entramado institucional de la cultura y las organizaciones políticas, ha alumbrado una de las más lúcidas reflexiones sobre identidad nacional en sus vínculos con el legado universal.
Su apuesta por el ideario marxista, con una visión absolutamente antidogmática y en diálogo con las matrices de la tradición cubana, fue una verdadera declaración de principios en los complejos tiempos de la desarticulación de las experiencias del llamado socialismo real en el este de Europa.
Pero ese empeño intelectual, que se concretó sobre todo en una simbólica revista, Marx Ahora, nunca ignoró esencias culturales asociadas al patrimonio cubano. José Martí, político y poeta, fue siempre un referente.
Bastarían sus libros, sus ensayos preclaros, sus conferencias… para asegurarle un lugar significativo en el panorama de las ciencias sociales y su entramado editorial; pero la doctora Monal es también una de las grandes fundadoras de la cultura cubana en Revolución. Hasta el punto de que no se puede hablar de algunos de los hitos fundamentales de esa historia ignorando sus meridianos aportes.
Isabel Monal fue la primera directora del Teatro Nacional de Cuba, institución que devino plataforma para el surgimiento de agrupaciones imprescindibles.
Sobre esta labor, que asumió con el entusiasmo de la Revolución triunfante y sin las vanidades del que sabe que abre caminos, ha dicho la doctora:
“Una Revolución es un estremecimiento total, una sacudida, tiene que marcar un antes y un después. Y nuestra Revolución, como no podía ser de otra manera, fue también una Revolución cultural.
“Llegué al Teatro Nacional con mucha humildad, porque sentía que era una labor demasiado grande. Un elefante blanco, me había dicho Armando Hart, el entonces ministro de Educación, cuando me encargó esa misión.
“Pero no llegué sola. Si tuve un mérito fue el de saber convocar a creadores de valía, de todas las manifestaciones, para poder construir a partir de nuestros sueños y nuestras necesidades, teniendo siempre bien claro que la Revolución venía para poner la cultura, la más auténtica cultura, a disposición del pueblo.
“Esa era nuestra meta. La de Ramiro Guerra, Argeliers León, Carlos Fari- ñas, Fermín Borges… era un núcleo de gente muy talentosa y muy comprometida. A mí me correspondió articular ese impulso, pero el mérito mayor fue de ellos.
“En el Teatro Nacional, en esos años primeros de la Revolución, se gestaron muchos de los programas que marcaron el devenir cultural de un proyecto humanista, que es al que he consagrado los mejores años de mi vida.
“No he querido glorias, he querido aportar. Lo he hecho con la conciencia de que esta tiene que ser una obra colectiva. Y sigo confiando en la fortaleza de estas ideas: la Revolución tiene que ser el proceso permanente en pos de la dignidad y la libertad plenas del ser humano”.