De camino a la panadería pasé por una escuela donde un grupo de niños y sus maestros presentaban un matutino y recordé a la maestra de cuarto grado de mi hijo, quien me decía ante las travesuras del mío y el resto de los traviesos niños, que para ella enseñar fue y es todavía el mayor premio de su vida porque en cada clase sentía el dulce néctar que deja esta noble labor.
“No hay mayor satisfacción que encontrase al paso de los años a quienes alguna vez le entregamos una gota de conocimiento y verlos transformados en personas útiles e indispensables de nuestra sociedad”, me decía con pasión. Cuando ensalzaba su quehacer y la comparaba con otros muy seria me decía: “No existe un buen o mal maestro.
Solo aquel que desinteresadamente se levanta un día con ansias de construir el futuro alimentando su arcilla fundamental, la enseñanza”. Es verdad ser maestro es una de las tareas más difíciles e importantes de la sociedad porque permite cruzar el umbral de los niños y jóvenes para entregarles conocimiento, y sobre todo enseñarles a ser buenas personas.
En los ojos de aquellos niños y sus profesores sentí esa adrenalina heroica que solo les da a lo que son capaces de salvar el mundo a través de libros y cuadernos. Por eso cualquier derroche de agradecimiento para quienes regalan en letras, números o fórmulas, el molde para formar los hombres y mujeres del mañana, se queda pequeño.
¡Cuánta ternura se esconde en el beso a la profe o el esfuerzo tras la rectitud en su quehacer ! El camino lleno muchas veces de obstáculos que se logran sortear con el apoyo de padres y de la comunidad. Un buen maestros es el mejor referente en el camino hacia la perfección.
Por eso la celebración del día del educador debe multiplicarse y traducirse en un: MUCHAS GRACIAS. Quizá por estas fechas muchos de ellos recuerden esas cosquillas del alma que solo se puede percibir de pie y frente a un aula repleta de esperanza.