Cuando intentamos coronar con éxito alguna gestión o concretar determinado cambio en la manera de hacer algo, pocas cosas asustan más que alguien invoque una palabra atemorizante: el procedimiento.
El término se usa en no pocas ocasiones como parapeto para obstaculizar o rechazar una propuesta, ya sea para el beneficio de una persona o incluso de todo un colectivo.
Eso no es lo que está establecido, nos espetan en la cara, como un balde de agua helada que busca sofocar cualquier posibilidad de diálogo y entendimiento.
Procedimentar, organizar procesos, establecer normas de actuación y mecanismos de regulación es, sin dudas, una potestad de las entidades. Y no solo de ellas.
En nuestras familias, hogares, comunidades, también casi siempre tenemos formas de actuar, rutinas y costumbres que la práctica ha validado como las más recomendables u óptimas para el buen desenvolvimiento de las relaciones entre las personas que las integran.
Pero también es ley universal que toda regla tiene su excepción, y que ningún procedimiento o conjunto de pasos, por perfecto que sea, puede prever todas las situaciones y variantes que se nos presentan en la vida cotidiana.
Por eso hay que defender siempre el cumplimiento de lo establecido, de las leyes y regulaciones, a partir de una interacción dialéctica, humana, con su letra y espíritu.
La cerrazón, ese negarse a priori a escuchar al individuo cuya necesidad no se ajusta exactamente a lo procedimentado, es un flaco favor que se les hace a nuestros semejantes.
Además, ese atrincheramiento a la larga se vuelve en no pocas ocasiones contra la credibilidad o la eficacia del individuo o institución que traza una pauta de actuación y se niega a revisarla. De ese modo pierde la posibilidad de perfeccionar su trabajo, mejorar sus procesos, y con ello, contribuir a la satisfacción de sus usuarios, clientes o integrantes de su colectividad.
Lo peor es que a veces la defensa a ultranza del procedimiento solo constituye un pretexto para sacar ventajas sobre quienes acudimos a buscar una solución ante determinada autoridad. Entonces lo que está establecido entonces puede torcerse, obviarse, desaparecer, a cambio de una prebenda o dádiva, de un “regalito” entre comillas, léase soborno.
En casos extremos hay quienes inventan procedimientos o los complejizan en demasía, ya sea por burocratismo e incompetencia, o por abuso de su poder, para consciente o inconscientemente favorecer luego fenómenos de corrupción o delito.
Pensar y repensar cada vínculo institucional con los correspondientes públicos es una obligación y un deber. No podría funcionar nada sin orden ni concierto.
Pero como mismo establecemos tales procedimientos, también es posible transformarlos, y hay que hacerlo tan a menudo como la realidad lo imponga, siempre con la mente puesta en ayudar al pueblo, no en su invocación gratuita para atemorizarnos.