Hay muchas maneras de disfrutar el deporte: practicando uno cualquiera, siguiendo los resultados por la prensa, desgañitándose hasta enronquecer en la peña del Parque Central…
Pero hace unas noches descubrí otra manera de vivir la pasión deportiva. En una de esas conversaciones en que tratamos de doblegar el sueño en medio de la guardia obrera, mi jefe se me reveló como frustrado deportista.
“Siempre —me dijo—, desde que abuela me puso en la cuna aquella maruguita redonda, de colores tan vivos como la pelota que ahora se usa en los partidos de voleibol, he soñado con verme en lo alto de un podio de premiación, entre aplausos y vítores”.
Pero con poco menos de un metro y medio de estatura, mi jefe no pudo —rememoraba— aspirar a que lo incluyeran en el equipo de voli de la escuela. Ese fue su primer infortunio.
Las pocas veces que logró pararse en el home, incluso jugando al flojo, no acertaba a darle a la pelota. Me contó, en esa noche de recuerdos relatados en un arranque de nostalgia, de dónde provenía el sobrenombre de Coco con que lo llaman sus más antiguas amistades.
La historia es simple. En un juego de béisbol en el patio de la escuela primaria, le tocó batear con dos outs y las bases llenas en la novena entrada, y se ponchó tirándole a tres sucesivos lanzamientos de recta por el centro. Eso que llaman “un caramelo”.
Así las cosas, como dice cada día hasta el cansancio un comentarista de TV, el capitán del equipo, con más sorna que indignación gritó: “Este no le da ni a un coco aunque le haga swing con una tabla”.
Su físico tampoco lo favoreció en sus aspiraciones. Su delgadez es tanta —no exagero— que puede taparse totalmente de los rayos solares, colocándose de frente a la estrecha sombra que proyecta un poste de teléfonos. Esto, por supuesto, lo invalidó para la natación, el levantamiento de pesas, etcétera.
Además, con sus juanetes y pies planos, ni soñar con el campo y pista. Y con esas condiciones físicas, ¿quién iba a respetarlo como árbitro?
En ocasiones pensó gestionar un trabajo en alguna instalación deportiva, o en el INDER, pero la psicóloga del policlínico lo convenció de que el roce constante con campeones y glorias deportivas podría provocarle un trauma de ansiedad por deseos insatisfechos.
Su última esperanza fue saberse poseedor de una potente voz radiofónica y de una dicción impecable. De tal manera se decidió por la narración deportiva en una emisora municipal.
Pero su incontrolable fanatismo lo llevó a la debacle. Estaba tan ansioso por ver ganar a los locales, que desbocó su imaginación, y en un pase a la cadena provincial, al final del encuentro, perdiendo dos por una, con dos outs, el noveno bateador en la alineación, con dos strikes sin bolas y sin hombre en base, Coco hizo la siguiente predicción —cualquier semejanza con la realidad es pura fantasía—:
“Los Pitirres aún tienen posibilidad de reaccionar, como lo hacen siempre, y alcanzar el triunfo que toda la afición espera…”.
Y mientras el pítcher hacía el wind up, para el seguro último lanzamiento del juego, Coco le puso la tapa al pomo:
“Sí, amigos, la carrera del empate está en home, y la de la victoria en el círculo de espera”.
Ya por nada de eso siente añoranza —me confesó—, pero me di cuenta de que no lo ha abandonado su obsesión.
Me contó que pidió vacaciones del 8 al 24 de agosto, y lleva tres meses haciendo ejercicios de yoga que le permitirían —me lo aseguró enfáticamente— mantenerse sin dar un pestañazo mientras duren las Olimpiadas.
No pude terminar de oír cómo era esa técnica de insomnio prolongado, porque cuando más interesante estaba la explicación, su voz se trocó en un suave y placentero ronquido que no quise interrumpir para no truncar abruptamente sus casi seguros y felices sueños olímpicos.