La bala calibre 50 golpeó la punta de la hebilla, perforó el cinto, traspasó el abdomen y salió por el glúteo derecho de Manuel Torreiro Machado, dejando dos orificios por donde manaba la sangre; no había dolor ni tiempo para el miedo.
El compañero más cercano dijo que el impacto del proyectil lo lanzó como a tres metros. La pierna derecha se dobló, se encogió y “tuve fuerzas para enderezarla. Todo fue tan rápido. La balacera alrededor, ver cómo los proyectiles atravesaban a otros dos muchachos; sentí tremenda impotencia, eso sí”.
Era el mediodía del 18 de abril de 1961. Tres jóvenes emplazaban la ametralladora de trípode calibre 7,92 milímetros cuando vieron el avión enemigo, “pintado con insignias nuestras igual al del día anterior. Estábamos como a 10 metros de la carretera que va de Playa Larga a Girón, justo a la entrada del Camino de los Carboneros.
“El segundo avión pasó rumbo a Girón y volvió sobre la carretera, echando plomo. Herido, me metieron en el medio de una casimba (hueco en la playa), los compañeros me pasaban por encima para ver de qué lado venían los aviones. Desde tierra respondió la artillería; uno de los B-26 empezó a echar humo y se fueron”.
Entonces, Torreiro tenía 15 años, pesaba menos de 120 libras, y ya estaba curtido; su padre lo mandó a un centro militar donde se hizo teniente (antes del triunfo de la Revolución); luego ingresó en la escuela de las milicias de La Chorrera e integró el Batallón 144, caminó los 62 kilómetros y con el escuadrón fue a la Limpia del Escambray.
Me gustaría haberlo visto, o al menos, poder imaginarlo con aquella estampa, pelo largo y cuatro o cinco collares de Santa Juana. Conocí a Torreiro en la década de los 80, entrado en años, gordo, medio calvo, con la pierna derecha más corta que la izquierda: un jodedor, protestón y simpático fotógrafo de Juventud Rebelde.
Durante años escuché sus anécdotas de Girón. Ahora sorprende con su memoria intacta. Un error en la ruta, que le señalé en esta entrevista, lo mantuvo despierto toda la noche. “Volví a los 15 años, y tenías razón: concentraron las tropas en Jagüey; en el central Australia ordenaron pasar la noche en la Laguna del Tesoro, y seguir al amanecer por el Camino de los Carboneros hasta Caleta del Rosario.
Creo que me desmayé por hambre
Torreiro volvió por aquellos caminos infernales, tirado boca abajo en la cama de un camión Zil 130. En una foto se reconoce porque le falta una manga a su camisa. En Jagüey Grande intentan auxiliarlo; la herida es muy grande, requiere una cirugía, le colocaron torundas en las heridas y lo enviaron al hospital de Colón.
Del trayecto no recuerda absolutamente nada. “Perdí el sentido, no creo que por la herida, sino porque el día antes nos habían dado una lata de leche condensada para tres y una naranja para cada uno. Volví en mí en el hospital, un ginecólogo me había operado.
“Ahí sí sentí miedo, cuando pasados unos días me preguntaron a quién avisar. Por suerte llegaron mis padres; me levanté para ir al baño, no pude apoyar el pie por el dolor. Los puntos de atrás se reventaron y empezó a salir humor por la herida.
“Viendo mi estado de salud, mis padres decidieron llevarme para La Habana, al Clínico de 26. Me pusieron tracción en la pierna, pero ya la bóveda de la cadera estaba abierta, a pesar de la otra cirugía, esa extremidad quedó más corta. Hace ocho años me pusieron una prótesis total de cadera; ya no soy cojo, soy medio robot”, y ríe.
Tras su recuperación el joven Torreiro volvió a sus andadas por el Ministerio de Relaciones Exteriores, donde su padre Manuel Torreiro Brocos era fotógrafo. “Me puso a trabajar en el laboratorio y dijo que no me daba una cámara hasta que no demostrara ser fotógrafo y hubiera una plaza.
No obstante “surgió un imprevisto en Pinar del Río, él no estaba y el periodista del Minrex me dijo: ‘Coge una cámara y vamos’. Al regreso, fue a ver a mi padre y le aseguró ‘ya es fotógrafo y mejor que tú’, eran unos jodedores”. Después y por muchos años, Torreiro permaneció en el diario de la juventud cubana.
En las últimas 72 horas, más o menos las que fueron necesarias para la victoria en Girón, el joven artillero, fotógrafo y ceramista —otra historia— volvió al escenario inhóspito donde afrontó las balas y probó lo amargo del dolor. Desde allí, carcajea a la muerte, que “me cogió miedo y siguió de largo”.