A veces la gente no entiende que el fútbol es sagrado, que se gana y se pierde, que se ríe y se llora, que hay héroes y villanos, regateadores y regateados. Son 90 minutos de pasión visceral y cuando el árbitro pita, lo que sucedió queda en el terreno, pues esas 22 almas que corren tras el balón en busca de la gloria y provocan tantas pasiones son seres humanos a los que solo se les puede juzgar en el campo.
No como hicieron con Andrés Escobar diez días después de que anotara un autogol en la derrota de Colombia 1-2 frente a Estados Unidos en la Copa del Mundo de 1994, descalabro que terminó con las aspiraciones del conjunto cafetero en ese torneo.
Un centro desde la izquierda con intenciones de dejar solo al delantero estadounidense fue cortado por Escobar, que se lanzó al césped e impactó la pelota con la pierna derecha, pero el rebote tomó al portero a contrapie y el balón acabó en el fondo de las redes.
Andrés quedó tendido bocarriba sobre la hierba, con sus manos en el rostro. Se incorporó rápido, aunque su expresión quedó estrujada. Tras el primer partido, compañeros y miembros del cuerpo técnico habían recibido amenzas de muerte. Y entonces sucedía aquello en un choque tan decisivo. Nadie podía imaginar todo lo que debió haber pasado por su cabeza en esos momentos.
Pese a ganar su último encuentro, Colombia, que había llegado al Mundial con el cartel de favorita, quedó eliminada y algunos jugadores optaron no pasar las vacaciones en su país, marcado por una violencia extrema.
Sin embargo, el central decidió volver. Le dijo a su entrenador que tenía que dar la cara. Ya había pasado por situaciones difíciles y hasta tuvo que jugar contra el mismísimo Pablo Escobar en los partidos que el narcotraficante organizaba en La catedral, la célebre cárcel que se había construido con todas las comodidades.
Sus familiares y su novia, con quien estaba a punto de casarse, le pidieron que tuviera cuidado, pero nada pudo evitar que en la madrugada del dos de julio, a la salida de un centro nocturno de Medellín en el que no paró de recibir burlas y ofensas, fuera acribillado a balazos. Seis disparos atravesaron su cuerpo y cuenta la leyenda que mientras jalaban el gatillo, los asesinos gritaban: «¡Gracias por el autogol!».
Tenía 27 años y estaba muy cerca de firmar por el AC Milán, donde sustituiría a un mito como Franco Baresi. Los que lo mataron no amaban el fútbol, mancharon el juego y escribieron otro capítulo miserable en la historia del país sudamericano.
Andrés Escobar era un tipo valiente y al final tuvo razón. Su vida no terminó con aquel autogol que propició la eliminación de Colombia en la Copa del Mundo. Hoy su recuerdo permanece intacto, la herida sigue abierta.