Al anochecer de este jueves supimos en Cuba sobre el intento de asesinato contra la vicepresidenta argentina Cristina Fernández. A la conmoción natural que produce un hecho de extrema violencia como este, siguieron enseguida en las redes sociales y otros medios de comunicación digitales los análisis sobre la complicada situación política en ese país hermano, a la cual debemos dar seguimiento como pueblo solidario que somos.
Para nuestra realidad nacional, no obstante, resulta esencial que nos miremos en algunos espejos de esa índole, para interiorizar los dañinos efectos que puede provocar en una sociedad la entronización de los discursos de odio, ya sea por motivos políticos o de cualquier otra índole.
Al calor de las noticias sobre el intento de magnicidio contra la lideresa latinoamericana, tratamos de hacer notar ese peligro latente en el mundo contemporáneo, al cual lamentablemente tampoco somos ajenos en Cuba.
Porque aunque lo parezca, esa pistola contra el rostro de Cristina no la empuñaba un solo hombre. Ahí jaló el gatillo todo un sistema político; fuerzas reaccionarias de derecha no solo de Argentina, sino del continente; medios de comunicación oligárquicos, contrarrevolucionarios y proimperialistas; odiadores y lumpens enajenados por los cantos de sirena del capitalismo…
Mucha gente es culpable cuando ocurre un crimen monstruoso como ese que vimos ayer. Mucha gente dispararía contra muchas cabezas bajo ese régimen de relaciones inhumanas. Y eso, por supuesto, hay que impedirlo.
La polarización que a veces vemos en ciertos debates públicos internos y externos; la industria de la contrarrevolución que desde fuera del país, y a través de sus cómplices dentro, ataca con saña cualquier cosa que se hace en Cuba; las reacciones violentas o groseras sobre la base de informaciones falsas o manipuladas que a veces percibimos en las redes sociales de Internet, y hasta en determinados espacios físicos, dan cuenta de lo corrosivo que puede llegar a ser el odio cuando se utiliza contra todo un pueblo.
La Revolución cubana ha fomentado valores que nos han distinguido por décadas. La solidaridad, el amor, la nobleza, el altruismo, la cohesión social, se manifiestan tanto en situaciones excepcionales como en nuestra cotidianidad.
Pero también entre nosotros subsisten rezagos y hasta se producen repuntes, diríamos, de egoísmo, intolerancia, agresividad, indisciplinas y marginalidad.
Estos antivalores son combustible para odios que no nos podemos permitir, y por tanto tienen que estar en la mira de nuestra crítica constante, no solo desde la opinión, sino con acciones concretas que reviertan sus causas.
Porque lo que sí está claro es que con odio no se construye nada. Al contrario, corroe, disuelve, obstaculiza cualquier avance económico o social. Mientras más difíciles sean las circunstancias que enfrentemos, con mayor fuerza debemos oponernos a que nos “laven el cerebro”, y hasta el corazón, con ese veneno de odiarnos los unos a los otros.
Esa es la apuesta expresa o disimulada que a lo largo de la historia han sostenido las fuerzas contrarias a la soberanía e independencia de nuestra nación, intención arreciada en la actual coyuntura económica y social, fruto en primerísimo lugar del estrangulamiento a que se nos somete como país para tratar de que nos peleemos entre nosotros mismos.
Antes de juzgar, ofender, agredir, irrespetar, amenazar, sea donde sea, por la razón que sea, no olvidemos, jamás, que el odio es dañino y completamente infértil.