Los dibujos y pinturas de José Omar Torres López (Matanzas, 1 de febrero de 1953) transitan entre la síntesis y la antítesis, la abstracción y el figurativismo, para devenir creaciones que se combinan y complementan de forma armónica y natural; en tanto constituyen transcendente legado al arte cubano, no solo por la manera en que él entiende el acto de crear, sino también por el excelente uso que hace del color y la geometría, del dibujo y la mancha; amén de su interés por reverenciar la tradición artística vanguardista.
Desde que disfruté los primeros trabajos de este gran artífice con una destacada carrera internacional, me atrajo su singular estilo inspirado en la naturaleza, la ciudad y en la vida misma, y en el que sobresale una amplia gama de tonalidades con el fin de representar texturas o calidades diversas que instan al observador a introducirse en lugares placenteros, casi oníricos, cuyas narraciones casi siempre aluden a nuestra insularidad, expresadas a través de arquitecturas precisas en las que resaltan sus emblemáticas torres, ejercicio de detalle, limpieza y muy bien estudiado uso de los pigmentos cálidos (rojos, naranjas, amarillos, ocres o marrones) y los matices fríos, con paletas en las que son recurrentes los azules en disímiles gradaciones, alusivas al mar —recurrente, espléndido, extenso, delimitador de nuestra geografía—, el cielo y la tranquilidad espiritual del mensaje que trasmite.
Su inagotable sinfonía igualmente incluye los verdes y los violetas, además de los contrastantes blanco y negro; este último generalmente empleado para subrayar superficies, vestigios humanos y otros efectos de los que resulta un ritmo recurrentemente asimétrico, fundamentalmente logrado a través de los contrastes cromáticos, aunque en otras obras persiste la simetría con una impecable y fina combinación de colores, cuya armonía y equilibrio trasmiten diferentes emociones.
Los paisajes recreados en la ciudad de La Habana revelan magisterio en el dibujo, expuesto con ágiles y espontáneas pinceladas en las que Omar adjudica a sus pinturas un carácter eminentemente expresivo; sobre todo en aquellas iconografías en las que se entretejen la figuración y la abstracción, práctica en la que ha sentado bases estilísticas muy bien definidas; expandidas sin compromisos estéticos ni con ismos contemporáneos. Su arte es único, irrepetible y audaz.
En tal sentido, su quehacer pudiera clasificarse como exquisito contrapunteo entre la figuración y la abstracción; composiciones asimismo enriquecidas mediante puntuales alusiones al Tachismo o el Informalismo, donde la mancha de color recobra el protagonismo, convirtiéndola en una de las principales cualidades expresivas de la obra; de ahí que en ocasiones la inspiración le conlleve a inventar universos que reflejan conceptos complejos obtenidos desde la abstracción, la figuración e, incluso, el surrealismo.
Este Maestro concibe su quehacer artístico como un camino que ha transitado de forma honesta, profundamente comprometido con sus sentimientos y emociones, así como con su amor al país donde nació; y ha sabido andar con los pies muy bien puestos en la tierra, consciente de las adversidades de su tiempo, mediante el impulso motor del color y la experiencia acumulada, al punto de hacer poesía esencialmente existencialista, en la que el paisaje urbano asume protagonismo temático, aunque alejado de la representación naturalista y académica.
En la ocupación de Torres, que también abarca la escultura y el grabado, sobresale más lo que sugiere que lo que evidencia, en un extraño y apacible ambiente que emana de un lenguaje en el que se observa ausencia de la figura humana, a pesar de que en su intensa continuidad está siempre presente el hombre contemporáneo, sus coterráneos, mediante su rastro, su legado histórico-cultural, su religión, sus dificultades, sus sueños o su ideario; muchas veces expuesto mediante enérgicos efectos en la irradiación de las luces y la interrelación visual de las coloraciones que acentúan sus narraciones, las que en última instancia no son más que reflexiones muy personales; particularidad con hondo anclaje en la idiosincrasia insular y en la que de alguna manera se reflejan las aprehensiones artísticas inculcadas por su padre, Daniel Torres Font, quien también se destacó como pintor y escenógrafo, y a cuya memoria ha dedicado varios de sus cuadros.
José Omar, posee sólida formación cultural y artística, fomentada a través de sus estudios en la Escuela Nacional de Arte 1968-1973 curso estudios de Historia del Arte en la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana 1976-1978, y de curso estudios de Grabado en el Instituto Superior de Arte (hoy Universidad de las Artes) desde 1987-1989; además de director del Taller Experimental de Artes Gráficas (TEAG) durante 12 años, desde 1991hasta 2002; de ahí la contundente seguridad y disposición evolutiva en su carrera artística, concretada a partir del año 1973 con su primera exposición personal en la Galería de Arte de L, cuyas palabras al catálogo fueron del poeta, pintor, diseñador, periodista y traductor, el mexicano-cubano Fayad Jamís.
Sus más recientes muestras revelan a un artista consagrado, imprescindible dentro del panorama insular de las artes visuales, como así se evidenció con la presencia de su serie Resistencia, en el 49 Festival Internacional Cervantino, celebrado en la ciudad de Guanajuato en octubre del 2021, ocasión en que en el céntrico Museo Casa del Conde Rul —antigua mansión construida en el año 1800, considerada como uno de los ejemplos más puros del estilo neoclásico en México— exhibió algunos de sus últimos trabajos, sobre los que el destacado intelectual Waldo Leyva, ensayista, narrador, periodista y consejero cultural de la embajada de Cuba en México, expreso: “Salvo excepciones, la obra toda de José Omar transita entre lo figurativo y lo abstracto, con cierta preferencia por los colores primarios. Figuración y abstracción que se funden en una misma tela y que se han ido depurando hasta llegar a una esencia donde no solo se precisan algunas referencias mínimas para adentrarnos en la ciudad, la Isla o el tiempo, cuya condición abstracta atrapa al pintor…”.
Similar éxito tuvo su sonada exhibición de mayo último titulada Memorias de un tiempo, en la prestigiosa galería Villa Manuela, sobre la que la directora de esa institución perteneciente a la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), Virginia Alberti, afirmó: “la ciudad vista por José Omar Torres es tan abstracta como real, tan sustancial como imaginada. Con sus pasadizos y su mar, con sus escaleras y su ambiente, con sus construcciones y sus vacíos, con sus colores y su temperatura, con su gravidez y su levedad. El artista explora la subjetividad para compartirla con la percepción de los espectadores, no para imponerla”.
Ambas exposiciones evocan el sentimiento de sus compatriotas, y del suyo propio, a seguir creando, a pesar de las dificultades que enfrenta su país, en tanto aluden, en tal sentido, a la enérgica disposición de los cubanos por avanzar; asunto sobre el que recrea disimiles sentimientos y emociones, como un canto lírico a la vida, al dolor, a la alegría, a la esperanza y al amor, sustento que subyace en la construcción de cada una de sus obras, tanto las realizadas en papel o cartulina, como las que tienen como soporte el lienzo. Por tal motivo, con justeza, este creador ha sido denominado “El poeta del pincel”.
También vicepresidente de la Asociación de Artistas Plásticos, de la Uneac entre 2007 y 2019, esa marcada propensión hacia la poesía a través de las artes visuales, tal vez le viene a José Omar por su interés hacia este género literario. De hecho, durante los casi dos años de presencia de la pandemia de la Covid-19 en nuestro país, decidió entregarse a la lectura, práctica que alternaba con la pintura. “Regresaron a mí —ha dicho— la poesía de Roberto Fernández Retamar, Norberto Codina, César López, Waldo Leyva, Eliseo Diego, Nancy Morejón…” y de esa poesía nacieron las piezas que componen sus últimas exposiciones anteriormente mencionadas.
Su reverente pasión por la capital, se acrecentó desde que vino a vivir a esta urbe. Luego conoció e hizo amistad con el historiador de La Habana, Eusebio Leal, a quien, durante los años en que trabajó como director en el Taller Experimental de Gráfica, en la Plaza de la Catedral, lo vio “construir y reconstruir la ciudad soñada… Él demostró que era posible… Y esa herida del deterioro de la ciudad me persigue por la angustia del legado que dejaremos a nuestros hijos y nietos…
Yo pinto la ciudad que hay, porque a veces en ese deterioro hay belleza; y pinto la ciudad soñada, la ciudad de la esperanza, la que añoramos todos”.