En menos de dos meses acudiremos a las urnas en un referendo popular inédito en Cuba, para validar con nuestro voto una Ley que dice mucho sobre lo que somos y queremos ser: el Código de las Familias.
La reciente convocatoria a este ejercicio de participación por la Asamblea Nacional del Poder Popular, luego de que allí se discutiera y aprobara el proyecto legislativo, fue un resultado colectivo que festejamos muchas personas involucradas por largos años en ese viejo anhelo de perfeccionar, ampliar y otorgar derechos que hacen falta para el mejor desarrollo de todas nuestras familias.
Numerosos argumentos jurídicos, emocionales, históricos y éticos se nos han ofrecido para demostrar la pertinencia del nuevo texto legal, tanto antes, como durante y después de la consulta popular, un paso que como sociedad nos permitió apropiarnos del proyecto, reconocernos en él y mejorarlo.
Las propias intervenciones llenas de inteligencia, generosidad y amor que escuchamos de diputadas y diputados, o de quienes lideraron el proceso desde la comisión redactora, y del propio Presidente Díaz-Canel, no dejaron lugar a dudas.
No obstante, si tuviera que sintetizar todas esas razones, señalaría una verdad de esa Ley que nadie puede negar: el Código beneficia y brinda mayor seguridad a todas las familias de este país, sea cual sea, esté donde esté, piense como piense.
Nadie puede decir, incluso entre quienes no concuerdan con algún acápite, que les daña o disminuye en su vida personal, o que les quita algo de lo bueno que puedan tener en su relación familiar, o que les obliga a hacer lo que no quieren o no deben con sus seres queridos. El Código que hemos construido en colectivo solamente da. ¿Y quién no querría recibir lo mejor para sí y su familia? ¿O quién desearía negarles a otras personas o familias los motivos para la felicidad?
Esa es la lógica infalible que propondríamos para cualquier razonamiento al respecto. Supongo que algo así pensaría quizás aquella diputada —la única— que valiente y honestamente expresó tener algunos reparos sobre determinados contenidos del Código, por sus creencias más íntimas, pero exhortó a la participación y luego votó a favor de la Ley en su conjunto.
Y esa lección es la que nos dejará también el referendo popular de la Ley. Vamos ahí a demostrar con nuestro voto cuánto crecimos en este aprendizaje humano, vivencial; científico también, razonado y razonable.
Para no pocas personas esta comprensión que se propone de los vínculos familiares desde el amor y los afectos ha sido obra de muchos años, y para otras de intensos meses de debate público, pero igualmente el resultado es valioso en todos los casos.
El camino además no termina todavía. Hay bastante tiempo aún de persuadir y fundamentar, de conmover y convencer, de preguntar y escuchar.
Por supuesto, habrá trampas y engaños desde ahora y hasta el 25 de septiembre, de poderes e individuos que siempre apuestan por crearnos problemas y llevarnos a la división, el odio y los rencores, ya sea en su propio beneficio o como rehenes conscientes o inconscientes de una política hostil y abusadora, a la que no le importa un ápice el bienestar de nuestras familias. Ya esos trucos también los conocemos, y sabemos derrotarlos.
Así que Cuba lo logrará, porque nos lo merecemos, es bueno y lo hicimos de la mejor manera posible. Iremos a las urnas a votar, sí. Pero más allá de ratificar como sociedad la nueva Ley, es ese ejemplar Código de las Familias —el del amor y los afectos, el de las alternativas y las sumas—, el que probará, con este referendo, cuánto hemos aprehendido.