Carilda Oliver Labra nunca pidió permiso para escribir, nunca buscó la aprobación de los académicos ni el visto bueno de los moralistas. Expuso su sensibilidad poética, que tenía mucho que ver con su sensibilidad de mujer, sin atender a las normativas o a los prejuicios. Nadie podrá poner en duda la franqueza de esa creación.
Eso quizás, a estas alturas, no parece mucho mérito. Pero cuando Carilda despuntó, en la década de los cuarenta, no todas las mujeres (ni los hombres) se atrevían a hablar diáfanamente de las experiencias del amor, muchas veces marcadas por un decidido erotismo.
Claro que en Cuba había una tradición de la poesía escrita por mujeres, de la que Carilda bebió. Pero ella apostó siempre por una libertad que a no pocos les pareció desparpajo, pero que con los años, con el refinamiento de su expresión, la distinguió en el panorama lírico cubano.
Y habría que hablar también de su espíritu lúdico, juguetón, que reserva al lector puntos de giros inesperados, pero definitivamente orgánicos.
Hay que leer a Carilda Oliver Labra. Los enamorados que no conocen sus libros deberían buscarlos, pues allí podrán descubrirse en algún que otro verso. Que nadie tema una lectura difícil, una oscuridad inaccesible, pues estos poemas se prodigan por su sencillez. El lector más avezado, eso sí, encontrará aquí y allá imágenes contundentes, metáforas hermosas y originalísimas.
Matanzas, ciudad de poetas, recuerda hoy a Carilda Oliver en el centenario de su nacimiento. Ella, de hecho, es símbolo de esa urbe, fue cronista y protagonista de muchos de sus hitos artísticos y literarios en el último siglo. Y esa es otra de las aristas de su itinerario lírico: los juegos de la memoria, en la que habitan los hechos, las cosas y la gente. Los amigos, los vecinos, los amantes, la familia…