A menos de un mes del convite a la IX Cumbre de las Américas que tendrá lugar en Los Ángeles, California, la nación anfitriona ha dejado claro que no será un evento hemisférico pues los Gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela quedaron fuera, como si el poder imperial bastara para reorganizar geográficamente una región.
Los documentos rectores refieren que “las Cumbres de las Américas reúnen a los jefes de Estado y de Gobierno de los Estados Miembros del Hemisferio para debatir sobre aspectos políticos compartidos, afirmar valores comunes y comprometerse a acciones concertadas a nivel nacional y regional con el fin de hacer frente a desafíos presentes y futuros que enfrentan los países de las Américas”.
¿Cómo dejar fuera entonces a una parte y hacer ver que es correcto?
La exclusión ha avivado viejas heridas y proyecta la esencia de un evento diseñado en Washington a principios de los años noventa y que ha usado a la Organización de Estados Americanos (OEA), junto a otros organismos que integran los llamados grupos de trabajo conjuntos, como fachada gestora.
El descarte como recurso para evitar que alguien agüe la fiesta a tecnócratas y políticos de derecha los ha colocado contra la pared. Barack Obama aprendió esa lección en Cartagena de Indias en el 2012 y resolvió invitar a Cuba a la Cumbre de Panamá (2015) actitud imitada por Donald Trump en Perú (2018). Pero Joe Biden y sus acólitos padecen de corta memoria y han revuelto el panal.
Entre los primeros en alzar su voz estuvieron algunos de los hermanos caribeños: “Esta no es una reunión del Gobierno de Estados Unidos, es una Cumbre de todos los jefes de Estado del Hemisferio Occidental”, dijo a principios de mayo Ronald Sanders embajador de Antigua y Barbuda en Washington, criterio que fue respaldado días más tarde por su primer ministro Gaston Browne, así como por el de San Vicente y las Granadinas, Ralph Gonsalves.
“¿Cómo es que convocamos a una Cumbre de las Américas, pero no invitamos a todos? ¿Entonces de dónde son los que no están invitados? ¿De qué continente? ¿De qué galaxia? ¿De qué satélite?”, objetó el presidente Andrés Manuel López Obrador, quien anunció que, en señal de protesta, declinará su participación y enviará a Marcelo Ebrard, canciller de México.
“Si no estamos todas las naciones, no es Cumbre de las Américas”, tuiteó la mandataria hondureña Xiomara Castro; mientras el jefe de Estado de Bolivia Luis Arce pronosticó en la misma red social que el evento “no será pleno, y de persistir la exclusión de pueblos hermanos, no participaré de la misma”.
Desde Argentina el mandatario Alberto Fernández declaró que, aunque tiene pensado presentarse, le pide a los organizadores lo mismo que el presidente López Obrador: “que invite a todos los países de América Latina”. Comentarios similares emitieron el presidente ecuatoriano Guillermo Lasso y funcionarios del Gobierno chileno de Gabriel Boric.
El desplante mayor lo haría el trumpista confeso Jair Bolsonaro, quien ha dejado entrever su poco interés en participar de un evento que aún no tiene la agenda clara y del cual regresaría con las manos vacías y atadas. Vacías porque no se hablará de ayuda económica concreta del Gobierno de EE. UU. para enfrentar la crisis. Atadas porque podría verse implicado en un compromiso internacional que limite su capacidad de respuesta (antidemocrática incluso) en caso de que se confirme la victoria de Lula Da Silva en los comicios presidenciales de octubre próximo, resultado que Bolsonaro amenaza con no aceptar.
No es la primera vez que la Administración Biden excluye a Cuba, Venezuela y Nicaragua. No les invitó, por ejemplo, a la Cumbre por la Democracia organizada en diciembre del 2021, donde tampoco estuvieron representantes oficiales de Bolivia, El Salvador, Honduras, Guatemala y Haití, Gobiernos a los que acusó de corruptos y de violar los derechos humanos.
“La Cumbre no es el final, es el principio de un esfuerzo importantísimo”, ha dicho Brian Nichols, subsecretario de Estado para el Hemisferio Occidental. No le falta razón. El evento confirma la pérdida de influencia política de EE. UU. en la región y sus gobernantes no se dan por enterados de que el juego cambió.