Quizás una de las medidas más difíciles para nuestra cultura familiar impuesta por el actual pico pandémico de la COVID-19 es el aislamiento y cuidado dentro del propio hogar.
Extrovertidos, amigables, expansivos con nuestros afectos y vínculos, guardar distancia en sociedad ya resultaba bastante complicado. Hacerlo puertas adentro con nuestra familia, es prácticamente una heroicidad.
Indispensable por la cantidad de casos de pacientes positivos, sospechosos y en vigilancia que registra la mayoría de los territorios, el ingreso domiciliario requiere de una disciplina rigurosa a la cual nadie está acostumbrado.
La casa es ese espacio donde la mayoría de las personas nos sentimos en total confianza, seguridad y relajación. Ahora, sin embargo, es posible que debamos imponernos limitaciones en nuestra convivencia, cuando alguien de la familia esté en una situación comprometida de salud.
Ahora mismo los protocolos médicos contemplan el ingreso en el hogar de un grupo importante de pacientes con síntomas de Covid-19, ya sea porque tengan completo su esquema de vacunación, o por el bajo riesgo que presentan ante la enfermedad.
Las contagiosas cepas del nuevo coronavirus que ahora circulan en el país nos obligan a acciones extremas, como puede ser el uso del nasobuco o mascarilla dentro de nuestra propia casa, ya sea para protegernos o para cuidar a sus restantes integrantes.
Es raro, sí. Y difícil. Quien haya pasado por la experiencia sabe lo dura que resulta. Crear condiciones para aislar en lo posible a un hijo o una hija, a padres o abuelos, dentro de la propia vivienda familiar, constituye entonces una extraña prueba de amor que nos imponen los tiempos.
La higiene y desinfección de los espacios comunes, la distancia física entre las personas, el control estricto y mínimo de las visitas o contactos con el exterior son rutinas que es preciso adoptar, aunque nos parezcan extremas.
Resulta complicado explicar eso, por ejemplo, a menores de edad. Y también a adultos mayores que ven alteradas así sus normas de convivencia. Pero no hay otra salida para evitar la trasmisión del virus entre convivientes, y salir más rápidamente de esa situación tan incómoda.
Convencernos de que la mayor muestra de solidaridad y apoyo que podemos brindar en tales circunstancias es la de evitar acercarnos, tocarnos, compartir objetos o espacios comunes que usualmente disfrutamos en la tranquilidad del hogar, es tarea titánica, pero no imposible.
También es cierto que hay núcleos hogareños que están en mejores condiciones que otros para asumir estas precauciones frente a la Covid-19. Pero este empeño tan inusual en aras de la salud les toca hacerlo a todas las familias, como una vía de garantizar la salud de sus miembros, y de contribuir a romper la cadena de contagios.
En un futuro que ojalá no sea lejano, recordaremos con extrañeza, y quién sabe si hasta con algo de humor, anécdotas sobre esta época tremenda donde ni en casa podemos confiarnos. Pero ahora hay que tomar todas las precauciones habidas y por haber, porque frente a la Covid-19, el cuarto de al lado ya no se alquila, sino que –mejor– se aísla.
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