Una de las disyuntivas falsas que a veces se pretende entronizar es la de que el sentido de la patria y la nación cubana es solo una cuestión territorial, cuya pertenencia o no depende solo del lugar donde vivamos.
La historia de nuestro país ha demostrado que no necesariamente el sentimiento patriótico y la construcción de la nación guardan correspondencia con vivir dentro o fuera de Cuba.
Esa contraposición malintencionada que también se ha querido absolutizar como parte de los más recientes planes desestabilizadores contra la Revolución, es también una agresión a las personas de buena voluntad que viven fuera del país.
Las gestas libertarias cubanas tanto en el siglo XIX como en la pasada centuria, demuestran que no es el lugar de residencia lo que determina la posibilidad de aportar o no a la edificación nacional.
Ahora mismo, en medio de la difícil circunstancia que atravesamos con la Covid-19 y el recrudecimiento hasta el delirio del bloqueo de los Estados Unidos, todos probablemente conocemos a personas, familiares, amistades, que tratan de contribuir desde su pedacito, a aliviar los problemas, con acciones concretas para hacer el bien de sus semejantes.
Lamentablemente, también hay quienes optan por enconar, tratar de dividir, desalentar y hasta directamente, de provocar mayores daños, con la vista puesta en pretensiones individuales, o bajo el influjo de una propaganda brutal que busca enfrentarnos a los de aquí y los de allá.
Solo un concepto entonces hay que tener muy claro. No es hacer patria ni defender a la nación, hágase dónde se haga, ningún acto que implique contubernio o favorezca, directa o indirectamente, a poderes extranjeros que buscan dominarnos, empequeñecernos o manipularnos. Esa es la frontera que nadie nunca debería cruzar jamás.
Desde hace décadas el gobierno cubano ha buscado normalizar y ampliar los vínculos con la emigración, en primer lugar porque es justo y humano, además de necesario para nuestro desarrollo.
Es cierto, no obstante, que este ha sido un proceso no exento de contradicciones y hasta dilaciones, torpezas y errores, sobre todo como consecuencia de los propios obstáculos y resquemores que han atizado esas mismas políticas agresivas externas contra el normal desenvolvimiento de nuestro modelo social.
Porque cuando un tercero con intereses históricamente probados, e incluso ejercidos, de imponer su hegemonía, interviene en esos vínculos interpersonales, familiares, culturales, entre quienes viven dentro y fuera del país, la consecuencia más probable es un enrarecimiento de esa relación, que empieza a tener dificultades para fluir con la naturalidad que debería.
Tampoco es que todo lo que se haga o diga por quienes residen dentro de Cuba contribuya a fundar patria y consolidar a la nación. Retrasar soluciones, impedir mejoras, actuar de forma egoísta o irresponsable, con dejadez y chapucería, tampoco contribuyen a esa noción superior de colectividad.
Lo sabio y valedero, entonces, sería preguntarse siempre en qué ayuda a Cuba lo que cada quien hace, a cada momento, en cualquier circunstancia. No en abstracto, sino en hechos palpables, en nuestro contexto específico, sin desconocer las lecciones de la historia ni las amenazas o perjuicios que hemos sufrido como nación, en este camino largo y hermoso de tener y defender a la patria, ya sea desde aquí, o desde allá.
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