Eléctrico. Así salió al colchón del Makuhari Messe Hall el luchador cubano de estilo grecorromano en los 60 kilogramos Luis Alberto Orta.
Llevaba consigo las lógicas aspiraciones, pero los pies en la tierra con esa voluntad que nunca le ha faltado. Estar ahí ya era uno de sus sueños cumplidos. Ahora la próxima meta se transformaba en conseguir la medalla.
En el primer combate lanzó su candidatura. Impetuoso, pasando 5-0 por encima del norteamericano Hafizov. Lo sometió a su ley y se llevó la pelea. Hafizov no pudo con aquella mezcla de rapidez y fuerza de un muro cubano bien plantado en el colchón.
Para muchos con ese triunfo ya había cumplido. Le tocaba en cuartos contra el ruso Sergey Emelin, campeón mundial de 2018.
Pero Orta fue determinado a no tomar en cuenta el pasado. Solo importaba el aquí y el ahora. Con él había que fajarse. Había que pasar por arriba de sus horas y horas de entrenamiento, de las calamidades que pasan los atletas, de la ilusión de llevarle la medalla a su niña recién nacida a la que le hablaba por videollamadas.
Sin embargo, se le complicó el panorama. El árbitro lo vio pasivo, lo penalizó y Emelin sacó tres puntos tras lograr el desbalance. Desventaja respetable contra un multimedallista mundial. Pero los títulos no se fajaban y Orta sí. Él no era un pasivo. Lo sabía. Tokio no podía caer en el saco de las frustraciones.
Entonces le fue arriba al ruso, que no supo qué hacer ante tal torbellino. No podía con el empuje de un Orta que lo encaraba sin parar, hasta conseguir el pase atrás y los primeros dos puntos. Puntos insuficientes para saciar la sed. Y lo siguió embistiendo hasta sacarlo del colchón y borrar la ventaja antes de que llegara el descanso.
Emelin no lo sabía, pero ya había sido derrotado. No pudo y no iba a poder con Orta, que en la segunda parte lo desquició, atándole el brazo derecho con un agarre molesto, por la muñeca y el bíceps, y empujando. Siempre empujando. Así lo sacó del círculo. Así se consumió el tiempo y terminó eliminándolo.
El cubano aplaudía con fuerza su triunfo y por la otra cara de la moneda el entrenador ruso, con las manos en la cabeza, no lo podía creer.
Unas horas después, volvió a la arena en la semifinal. Echando chispas antes de subir. El moldavo Victor Ciobanu había visto el despliegue y salió intentando intimidar, halando fuerte hacia abajo la cabeza del cubano, chocándolo, sin saber que estaba a punto de provocar una descarga eléctrica que podía ser mortal.
El habanero le aceptó el intercambio y en ese momento Ciobanu tuvo que haberse arrepentido de salir con tan poco respeto. Orta también lo haló por la nuca y se le fue encima como si en ello le fuera la vida.
El rival retrocedía desconcertado y al escaparse de una escaramuza quedó indefenso. Orta lo trabó por el pecho, boca abajo sobre el colchón y se revolvió, cayéndole encima para sumar sus primeros puntos, como si estuviera fajado en el patio de la escuela.
A Ciobanu le salía sangre de la boca y el cubano lo maltrataba con ese agarre incomodísimo al brazo y la muñeca.
Las cabezas seguían chocando. Ciobanu no claudicaba y continuaban tirándose de la nuca, impactando las frentes, mientras los músculos de Orta, contraídos, reafirmaban lo difícil que resultaba moverlo cuando sus piernas se clavaban en el suelo.
Y era así como arrancaba la locomotora de La Güinera. Al frente todo el tiempo, paso a paso para sacar a su contrincante del área de combate.
En la segunda mitad Ciobanu demostró que no había entendido nada. Volvió a hacer exactamente lo mismo y lo pagó caro.
Su furia fue aprovechada por Orta, que lo revolcó, una vez más. Primero lo cargó, paseándolo por el coliseo como un cazador que ya tiene a su presa, y luego lo tiró, haciéndolo polvo y llegando a siete puntos.
En la reanudación, el moldavo, impotente, llegó al borde de su locura. Se abalanzó en un salto desesperado sobre el cubano que aprovechó tal impulso para hacerlo volar por los cielos de Tokio, proyectándolo brutalmente de espaldas contra el colchón. Golpe definitivo, 11-0 y boleto a la final.
Orta rompió en llanto ante el mundo. No podía ocultar las lágrimas ni cubiriéndose el rostro con la licra. Entonces se arrodilló, sin poder contenerse ante la realidad de un paso perfecto al que solo le resta saber de qué color se va a teñir el sueño.