Hace unos días atrás tuve un malentendido con otra persona, cuya reacción ante un pedido de ayuda profesional no me pareció la más adecuada. A esa molestia que sentí, yo también le di quizás una salida no del todo correcta, con una alusión al hecho en las redes sociales de Internet. Pudo ser el principio de un conflicto, solo por una sucesión de acciones que pudimos evitar ambas partes.
Y así como me sucedió a mí, a diario le puede pasar a mucha gente. Son tiranteces, resquemores, desconfianzas que pueden ocurrir al nivel de los vínculos interpersonales, y que se hacen más complejo aún, cuando los problemas escalan a las relaciones sociales, entre colectivos y grupos.
Por eso es tan importante el llamado que en las últimas semanas se escucha con frecuencia a ponerle amor al país, y a defender la paz por sobre todas las diferencias posibles.
Claro que es mucho más fácil decir las palabras amor y paz, que en verdad cultivar esas dos condiciones para el bienestar humano. Conlleva mucho trabajo, incluso a veces sacrificios íntimos o mayúsculos, conseguir ese tipo de entendimiento constructivo, entre dos personas o entre 11 millones. Porque no es que dejen de existir las contradicciones, pues eso no es posible, y ni siquiera es deseable, pero sí hay formas de hallar salidas consensuadas, discutidas y aceptadas por la inmensa mayoría, que no desconozcan tampoco a las posturas minoritarias alrededor de un tema.
En Cuba hemos dado muestras muchas veces de saber fraguar ese espíritu de amor y paz. Las mayores transformaciones sociales emprendidas en más de seis décadas de Revolución, partieron siempre de esa premisa: buscar las soluciones más beneficiosas y oportunas, a cualquier escala en que se intentara resolver un diferendo. Ya fuera en una comunidad, en un centro de trabajo, en un territorio o para todo el país.
No son pocos los procesos de debate popular, algunos tan recientes como la conceptualización de nuestro modelo económico y social, o la elaboración de la nueva Constitución, que partieron de ese principio básico de que todas las partes ganen y en gran medida lo consiguieron.
Esa voluntad de comprender a la otra parte, mostrar empatía con la opinión contraria y tratar de entender el problema ajeno, son esenciales para cualquier salida pacífica ante una diferencia, de modo que predominen los mejores afectos, y no haya luego encono ni rencor que perjudique a los involucrados.
No es sencillo, reitero, porque requiere de pensar más allá de uno mismo, hasta de saltar a veces por encima de las dificultades más próximas, en función del bienestar común. Y también requiere el cumplimiento de las más elementales normas de convivencia, la aceptación de que nuestros derechos tienen como límite el de las demás personas, y que para ello hay una institucionalidad con la obligación de hacer cumplir reglas equitativas para todos.
Tenemos entonces que aplicarnos con todas nuestras fuerzas, madurez e inteligencia a cumplir con esa idea, y no solo a enunciarla como un deseo, desde lo individual hasta lo colectivo: pongámosle paz y amor a Cuba, sí, con la decisión irrevocable de decirlo, para hacerlo.