En el mes de marzo del año 1984 viajé por vez primera como enviado especial, fui a Nicaragua. Eran tiempos de una extraordinaria efervescencia popular en defensa del programa de reconstrucción nacional comenzado en esa nación centroamericana en julio de 1979 tras el triunfo de la Revolución liderada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
La contrarrevolución —contras les llamaron— pugnaba por restaurar la sangrienta dictadura somocista con el apoyo moral, financiero y militar, de Estados Unidos.
Entre los recorridos que por espacio de tres meses hice a la patria de Rubén Darío, poeta y héroe nacional nicaragüense, el que más me impactó fue el primero. Encontré un país dispuesto a enfrentar provocaciones, amenazas, calumnias y asesinatos. También barricadas, pequeñas y grandes trincheras en barrios y zonas rurales, la consigna de Sandino Vive en muros y paredes de todas las ciudades… El pueblo nica estaba decidido a no permitir el retorno de la injusticia y la opresión que predominaron durante más de 40 años (1937-1979) de gobierno de la dinastía somocista.
Conscientes de la necesidad de cambiar las estructuras política, militar, económica y social de su país bajo la conducción del FSLN, sabían que la lucha armada era el único medio de consolidar la victoria definitiva. Por doquier enarbolaban banderas roji-negras, símbolo de la independencia y la libertad. Los tanques de guerra también estaban en las calles de Managua y de otras localidades. La situación exigía sacrificio, unidad y compromiso, ante una creciente y feroz crisis económica y un alto índice de inflación.
El gobierno sandinista unió a jóvenes, trabajadores, mujeres, campesinos y hasta niños en la batalla por hacer realidad su programa. Como resultado del quehacer sandinistas surgieron organizaciones de masa como la Asociación de los Trabajadores del Campo (ATC), la Asociación de Niños Sandinistas (ANS), los Comités de Defensa Civil (CDC), la Asociación de Mujeres Frente a la Problemática Nacional (AMPRONAC), y la Central de Trabajadores de Nicaragua, la más poderosa organización sindical de entonces.
Contaban además con el apoyo del cristianismo, el cual pasó a formar parte de una democracia estatal que tenía entre sus fines esenciales llevar a todo el pueblo la salud y la educación, la reforma agraria, la defensa de los derechos civiles y laborales y, ante todo, la soberanía nacional y auto determinación.
Daniel Ortega, prestigioso militar revolucionario y político integrante de la dirección del FSLN —presidente entre 1985 y 1990, y en un segundo mandato, del 2016 a la fecha—, en una de sus intervenciones ante las inmensas concentraciones populares efectuadas en la céntrica Plaza de la Revolución de Managua —Plaza de La República hasta el 20 de julio de 1979— afirmó: “No existen caminos que lleven al pasado. Quienes traten de hacerlo se van a volver locos como papalotes sin cola»… “La guerra que libra la actual Nicaragua es la misma guerra que libró Sandino, y está financiada por quienes intentan matar de nuevo a Sandino».
Recuerdo multitudes de jóvenes en uniformes verde olivo que levantaban sus fusiles en señal de victoria. En mi mente están, imborrables, aquellos barbilampiños —muchos entre 14 y 16 años— que encontramos en un recorrido por Jalapa, pequeño poblado situado en el valle de la cordillera de Dipilito, en el Departamento de Nueva Segovia, limítrofe entre Honduras y Nicaragua.
Rifle en manos, los entusiastas muchachos integrantes de las tropas guardafronteras y del Batallón de Infantería de Reserva, defendían esa zona agrícola y pobre de constantes incursiones de los contras dirigidos desde el país vecino por la Agencia Central de Inteligencia, solo accedieron a fotografiarse con los periodistas cubanos. Salvaguardaban a las familias de campesinos y una de las más preciadas conquistas: la Ley de Cooperativas Agropecuarias, aprobada por la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional.
Ese decreto buscaba “acelerar la implantación de la Reforma Agraria promulgada por el FSLN el 19 de julio de 1981, y crear un movimiento de asesores para ayudar a los campesinos a entender esa nueva forma de producción colectiva”(1). Gracias a este programa, allí existía una de las agrupaciones de agricultores más sobresalientes del país, la Mártires de Estancia de Yucalí, nombre que evoca a un grupo de lugareños asesinados por los contras.
Uno de los campesinos relató que cuando los ex guardias somocistas procedentes de Honduras apresaban a los sandinistas, como le sucedió a él, “éramos llevados a la fuerza con las familias. Allí nos obligaban a integrar los pelotones de mercenarios que sin escrúpulos de ninguna clase masacraban comunidades enteras luego de ser entrenados por oficiales hondureños y estadounidenses” (2).
Consternado, evocó el asesinato de “un joven del Ejército Popular Sandinista al que amarraron a un árbol e hicieron que 17 mujeres clavaran en su cuerpo igual número de flechas. Lentamente, desangrado, murió”(3).
Contra esa política de odio que dejó un saldo de más de 50 mil nicaragüenses asesinados, luchaba y vencía el pueblo de Augusto César Sandino y de uno de los mártires más evocados en la lucha por la reconstrucción nacional, caído en combate el 7 de noviembre de 1976, víctima de una emboscada preparada por una patrulla de la guardia somocista: el comandante en jefe de la Revolución sandinista Carlos Fonseca Amador, político, profesor, músico y revolucionario.
Inspirados en ese héroe, el conocido compositor y cantautor nicaragüense, Carlos Mejía Godoy, junto al histórico luchador anti somocista, Tomás Borge, compusieron la canción Comandante Carlos Fonseca que por aquellos años devino símbolo de lucha para los nicaragüenses: “Tayacán, vencedor de la muerte,/ novio de la Patria roja y negra,/ Nicaragua entera te grita ”¡presente!”.
(1): Serie de textos publicados en abril de 1984 en Trabajadores bajo el título de Jalapa: crónica de un viaje.
(2): Ibídem
(3): Ibídem