Colombia, que hasta ahora exhibía envidiables cifras de estabilidad macroeconómica y es considerada la cuarta economía de América Latina, ha visto caer su pib en el 2020 en 6,8 %, récord desde que se tiene registro, según refiere el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane).
«La última vez que se cuestionó la responsabilidad fiscal fue durante la crisis de la deuda, a principios de los ochenta, pero ahí consiguió refinanciarla y un acuerdo de monitoreo con el FMI que nos permitió ser el único país latinoamericano que no entró en recesión ni tuvo que reestructurar», declaró a la BBC el columnista colombiano Carlos Caballero Argáez.
El Banco Mundial ha calificado a la nación suramericana como la segunda más desigual de América Latina y la séptima a nivel global, datos que explican mucho mejor por qué la gente se lanzó a las calles el pasado 28 de abril y aun permanece en ellas, desafiando la represión y la tercera y más fuerte ola de contagio de la COVID-19.
Ese llamado al Paro Nacional tiene detrás un movimiento heterogéneo, sin liderazgo único ni visible, donde participan sectores diversos con sus respectivas demandas. El principal reclamo no es la reforma tributaria, derrotada momentáneamente, sino la injusticia que engendra un modelo socioeconómico excluyente.
“La fuerza del paro sorprendió a la clase política», opinó Daniel Hawkins, investigador de la Escuela Nacional Sindical; mientras que para el experto en movimientos sociales Mauricio Archila, lo inédito ha sido la sostenibilidad de la protesta, su dimensión y alcance: «Soy muy escéptico de las comparaciones, no quiero hablar del Bogotazo (1948) ni del paro cívico de 1977, pero es cierto que ahora se ha producido una alianza obrero-campesina-indígena que tal vez nunca había estado tan equilibrada», aseguró.
La represión desmedida reavivó el debate acerca de la necesidad de reformar los cuerpos policiales, incluido el desmantelamiento del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD), responsable de cientos de heridos y decenas de muertos de los últimos días.
También ha visibilizado el alto costo de incumplir el acuerdo de paz del 2016, que si bien condujo a la desmovilización de las FARC-EP, no ha podido detener las masacres, el asesinato de líderes sociales ni los desplazamientos forzados desde zonas remotas de interés económico.
Con EE. UU., más que aliados
Las lecciones de la historia regional llevan a mirar tras bambalinas cada vez que uno de nuestros países cae en crisis. Casi siempre aparece allí el personaje siniestro que encarna los intereses hegemónicos de Estados Unidos: una mano lista para soltar dinero y en la otra, metralla.
Expertos en la materia aseguran que las relaciones entre Colombia y el gigante del norte son más de “subordinación activa” que de alianza. Recuerdan hitos diplomáticos que confirman tal postura como el apoyo incondicional de la nación latinoamericana a EE. UU. durante la fundación de la ONU y la OEA, o en la hostilidad más reciente contra Venezuela, instrumentada, por ejemplo, en el Grupo de Lima, o en la preparación de acciones subversivas más o menos encubiertas.
Quizás el lazo más fuerte, el que ilustra más claramente el matiz real de los nexos militares actuales, radica en el añoso Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (Tiar), de 1947, que legitimó el predominio militar de EE. UU. en América Latina, y sentó las bases para la subordinación en operaciones, maniobras, instrucción, tecnología, armamentos, evaluación de amenazas y diseño de respuestas…
Esa alianza fue sellada con sangre cuando oficiales colombianos llegaron a la península coreana (1952) a pelear en una guerra ajena, y se expresa hoy en miles de estadounidenses que operan en Colombia tras una fachada civil o de inocente asesoría.
El espíritu dominador de esa letra jurídica se hará patente cuando la cuestión sea “evitar que la llama revolucionaria se extienda por la región”. También de cara a los comicios legislativos y presidenciales previstos en Colombia para mayo del 2022, donde despunta como favorito el economista y actual senador Gustavo Petro, demasiado crítico de las políticas neoliberales y apetencias yanquis en la región.