Las ideas de feroz anticomunismo que recibían los campesinos a través de la radio de Costa Rica fueron lo más complicado en el lejano lugar donde fui ubicado. Repetían una y otra vez que queríamos llevarnos a los niños nicaragüenses para matarlos y enlatarlos. Solo con trabajo y relaciones con los padres nos ganamos a los pobladores y pude sentirme satisfecho de lo logrado.
Siempre pensé que, como había trabajado en zonas rurales durante el servicio social, al llegar a Nicaragua no me sería tan difícil. Pero la realidad superó las expectativas: las vidas cambiaron por completo.
En Bluefields oíamos muchos relatos de compañeros médicos, trabajadores del Banco Nicaragüense y otros, pero nunca imaginé que la situación en la selva de la región a la que me enviaron fuera tan despiadada con el ser humano. Esa pobreza y desamparo no los había visto nunca. A veces los relatos del pasado en nuestro país nos parecen muy lejanos. Las condiciones en que esos hombres enfrentaban la vida, tener una familia y poder alimentarla, en nada se parecía a la de nosotros. Cuba revolucionaria era otra realidad. Veníamos de otro mundo.
Primeros momentos
La noche antes de partir nos reunimos con Fidel. A Managua llegué el 30 de noviembre de 1979, con un calor abrasador: 40 grados de temperatura. Recuerdo que el módulo de ropa resultaba más que suficiente, pero repetía los modelos y colores. A veces nos reuníamos un grupo y la mitad vestíamos safari gris. De ahí que el reaccionario diario La Prensa afirmara que éramos militares que íbamos a intervenir en Nicaragua.
Al amanecer del 1.0 de diciembre nos trasladamos para Rama, un pueblo con el río de igual nombre, que nos sirvió de vía para llegar a Bluefields al siguiente día. Arribamos de noche a una zona en la cual prácticamente llueve nueve meses. Descansamos en diferentes casas de maestros y simpatizantes sandinistas, luego nos reunimos en la de los médicos cubanos y nos dieron la bienvenida.
A 12 horas de Bluefields se hallaba la comunidad donde fui ubicado y llegué en una lancha con motor, conocida como panga. Sin embargo, me cambiaron de lugar para una comunidad dentro de la comarca llamada Tortuguero. Para ese lugar remoto, luego de salir de Bluefields había que navegar por el río Kukra Hill, atravesar la Laguna de Perlas, llena de postes numerados que indicaban la profundidad por donde debía avanzar la panga. Fue el primer encuentro con las difíciles condiciones en las que vivían quienes serían nuestros vecinos más cercanos.
En Tortuguero existía una rústica clínica en la cual laboraba y vivía un médico con liderazgo entre los pobladores. Allí dejamos a un matrimonio para atender la escuela. Después cabalgamos durante 19 largas horas, por lo que ni podía sentarme cuando llegué.
Una capilla rústica como aula
Ya en el lugar hice contacto con el Padre de la Palabra, religioso que iba hasta esas comunidades y estaba construyendo una capilla rústica para reunir a sus adeptos y rezar los domingos.
En reunión de padres se acordó que en la capilla se impartieran las clases en el horario de la mañana. Los alumnos venían de muy lejos, todos eran analfabetos y no tenían hábitos de asistir a la escuela, así que lo primero que hice fue enseñarles a estar dentro del aula. Cortamos una caña brava para izar la bandera cada mañana. Poco a poco aprendieron el himno nacional y otras muchas cuestiones de su país de las que nadie les habló antes. Hasta ese momento estuvieron huérfanos de historia, de identidad.
No pocos alumnos perdí en mi estancia por enfermedades o mordidas de serpientes. Ellos usaban botas de gomas altas y un machete para caminar por el monte. Para poder mantenerme informado el coordinador del grupo utilizaba a arrieros o a cualquier persona que iba en ese rumbo para mandar cartas y orientaciones.
La coordinación de nuestro grupo radicaba en Tortuguero y allí recibíamos cigarros, otros artículos, y desde luego las esperadas cartas. Durante el primer año comíamos lo mismo que la familia campesina donde residíamos. No me acostumbraba a la tortilla de maíz, y de 200 libras que pesaba bajé a 150. En el segundo año comenzamos a recibir arroz, frijoles, latas de carne, pero había un problema: si en la casa donde vives hay otras 19 personas no puedes comerlo tú solo. Así que debía compartirlo con todos.
No sé cómo pude aguantar tanto
Pasé así el primer curso y cuando regresé de las vacaciones en Cuba enfermé de paludismo y fiebre tifoidea. Tuve que ingresar en el hospital de Bluefields. No fue fácil en mi estado salir desde la comunidad a Tortuguero, una travesía que duraba más de 10 horas.
Por suerte, el Padre de la Palabra envió una mula, llamada Canducha. Me ataron los pies a los estribos y me amarraron a la montura. Casi ni veía, estaba con descomposición de estómago desde hacía una semana. No sé cómo pude aguantar tanto. Para colmo, casi al final de la travesía, faltaba cruzar un lodazal y la bestia se hundía hasta los ijares. Sentía que no llegaría. Perdí la noción de la realidad.
Me cuentan que un doctor nicaragüense y una doctora argentina hicieron todo lo posible para que viviera. Tuve la suerte de que dos días después arribaron unos epidemiólogos, quienes me llevaron a Bluefields en una panga e ingresaron en el hospital.
El doctor Rafael Vera, que procedía del Hospital Lenin, en Holguín, me atendió. Era muy profesional y al verme mejor me recomendó que no dijera que era maestro cubano. Tuve que echar mano al vocabulario y el tono de los nicas para pasar como uno de ellos. Eso duró como quince días, hasta que me dieron el alta.
Por aquel entonces nos asignaron una casa en Bluefields para los maestros cubanos, donde permanecí unos días restableciéndome. De ahí regresé con la misión de abrir la coordinación de Tortuguero 2, pues hubo que trasladar un grupo importante de cooperantes para Zelaya, más bien para Tortuguero, La Cruz de Río Grande y otros lugares, pues en la zona del Pacífico en la que estaban eran hostigados por la contrarrevolución y sus vidas peligraban.
Un grupo de compañeros que venían de Segovia, alrededor de 16 cooperantes, nos reuníamos en Waspado Arriba. Contamos con la colaboración de un campesino que nos acogía en su casa y entregaba los artículos que recibíamos de Cuba.
A principios del 1980 murió un alto número de niños —casi 25—, como consecuencia de una epidemia de sarampión. Algo importante fue evitar, por todos los medios, dificultades con la población por motivos políticos o religiosos. Siempre aprovechaba las reuniones con el Padre de la Palabra para dar orientaciones higiénico-sanitarias y aun así costó trabajo lograr que la mayoría construyera letrinas y las usaran.
En abril de 1980 participé en la Cruzada de Alfabetización como asesor de un grupo de jóvenes muy entusiastas y alegres que fueron a enseñar a los adultos en nuestras comunidades, aunque ya tenía un pequeño grupo al que le daba clases por la noche. Tuve que ir a Tortuguero a buscarlos y traerlos hasta Waspado.
En ese momento fue que sentí una exacta conciencia del granito de arena que aportábamos con el internacionalismo.
Muchos habitantes del lugar, instigados por la contrarrevolución, planteaban que esa parte de la geografía nicaragüense había sido colonizada por los ingleses y por lo tanto debían estar bajo su jurisdicción. Proponían una posición de carácter separatista. Con esas pretensiones organizaron manifestaciones callejeras y enarbolaron carteles con lemas en tal sentido.
Se decidió trasladarnos de allí y fuimos a dar a una iglesia muy distante de Bluefields. No podíamos olvidar que constituíamos el símbolo de la solidaridad. A Nicaragua no fuimos únicamente a lograr grandes índices académicos, sino a crear una influencia positiva en un colectivo cuya exclusión había sido su forma de vida durante los años anteriores, época que comenzaba a quedar atrás.
[note note_color=»#3b2a58″ text_color=»#ffffff»]Maestros cubanos asesinados por bandas contrarrevolucionarias en cumplimiento de la misión internacionalista en Nicaragua.– Francisco de la Concepción Castillo, 29 años, militante de la UJC. Falleció el 6 de septiembre de 1981.
– Pedro Pablo Rivera Cué, 26 años, militante de la UJC. Falleció el 21 de octubre de 1981.
– Bárbaro Rodríguez Hernández, 27 años, militante de la UJC. Falleció el 21 octubre de 1981.
– Águedo Morales Reina, 28 años, militante de la UJC. Falleció el 4 de diciembre de 1981.[/note]
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