El mundo celebra este 10 de diciembre el Día de los Derechos Humanos y en Cuba se debate acerca de la integralidad de esos derechos, asumidos como garantía de la dignidad plena del hombre.
En ese panorama, complejo y tantas veces politizado, se suele subestimar o incluso ignorar la trascendencia de los derechos culturales. Todo hombre tiene derecho a acceder y disfrutar del patrimonio cultural de su nación y el mundo. Los estados y los gobiernos tienen la responsabilidad de garantizar ese acceso.
La mera lógica del mercado limita el alcance de esos derechos. Asumir el arte como mercancía implica que solo los que puedan pagar esa mercancía podrán disfrutarla. La rentabilidad no es un valor artístico.
El impacto abrumador de las industrias culturales, que implantan una hegemonía reduccionista, minimiza o invisibiliza auténtica expresiones artísticas y literarias. O las convierten en privilegio de elites.
Por eso las políticas culturales inclusivas e integrales deben ser prioridad de los ejercicios gubernamentales. Dejar el arte en manos del mercado es una irresponsabilidad, sobre todo en naciones que no han logrado consolidar sólidas economías.
Algunos creen que la política cultural cubana es paternalista, que el Estado y el gobierno deberían dejar de sostener en buena medida el gran entramado institucional consagrado a la creación y socialización del arte y la literatura. Ciertamente, es necesario lograr la eficacia de esquemas de financiamiento de la actividad cultural, a partir de la identificación de claras jerarquías.
Pero otra cosa sería darles la espalda a esas necesidades humanas. Hacer y acceder al arte no deberían ser asumidos como lujos. No son cuestiones adjetivas.
Hay que entender la cultura como dique ante la homogeneidad y el empobrecimiento espiritual que puede imponer el mercado (lo que no significa que haya que ningunear al mercado). Asumirla como garantía de libertad.
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