Él, con palabras meridianas, puso las bases de la política cultural de la nación, desde una Revolución que asumió siempre como revolución cultural. Él habló a los escritores y artistas con sinceridad, asumiendo las esencias de una gran tradición y mirando el futuro, planteando desafíos para que el pueblo todo disfrutara de un patrimonio que le pertenecía, porque del pueblo nació.
Él fue pilar en la fundación de instituciones fundamentales, el ICAIC, Casa de las Américas, el Ballet Nacional de Cuba Cuba, el sistema de escuelas de arte. Creía que el Estado y el gobierno tenían que ofrecerle plataforma y asideros a la creación toda, no para que fuera instrumento de propaganda, sino como garantía de crecimiento espiritual.
Él estuvo en los congresos de la Uneac, en las discusiones más profundas sobre el devenir de la cultura en Cuba. Habló de grandes temas y también de los asuntos más cotidianos de los artistas, participó en debates y se interesó en polémicas. Se pronunciaba y sabía escuchar.
Él, que fue lector voraz, fue amigo de grandes escritores e intelectuales. Conoció y compartió con cineastas. Disfrutó de funciones de ballet. Posó para grandes fotógrafos y pintores. Fue inspiración de poetas y músicos. Encontraba siempre lugar y espacio para disfrutar del arte.
Él honró el pensamiento y la acción de los grandes de las letras en Cuba, comenzando por el más grande, José Martí, del que se supo discípulo. Más de una vez le recomendó a los niños: Lean a Martí, que es como leer a Cuba.
Él entendió que la cultura era lo primero que había que salvar, porque la cultura es el sostén mismo de la nación. Y cuando algunos la consideraron puro regodeo esteticista, los convenció de que era base de un proyecto de país, de una sociedad más plena.
Porque Fidel Castro Ruz fue, sin dudas, un hombre de cultura, un hombre para la cultura.