Hace solo unos días iba en un ómnibus articulado y al detenerse en una parada para recoger pasajeros, su conductor se tomó el trabajo de caminar hasta el fondo del vehículo y contar a los pasajeros que íbamos de pie. De esa manera, solo permitió que lo abordaran el número exacto de personas establecidas, de acuerdo con la limitación que está vigente como medida de prevención por la Covid-19.
Una señora desde la acera le reclamó al chofer y le dijo que nadie cumplía con esa disposición sobre la capacidad de pasajeros en los ómnibus. “Pues yo sí”, le respondió tajante el conductor.
La verdad es que como ciudadano, me sentí protegido por ese trabajador del transporte. Por supuesto, para mí era muy fácil, porque yo ya estaba arriba de la guagua. Tendríamos que intentar ponernos también en el lugar de la señora que quería llegar a su casa y no pudo tomar ese ómnibus. Pero creo que, incluso ella, si lo pensó luego fríamente, debería haberse percatado de que también la estaban cuidando, al no dejarla subir en un vehículo con exceso de pasaje.
Narro esta anécdota personal para llamar la atención sobre la importancia que en las actuales circunstancias tiene el estricto cumplimiento de las medidas de control para evitar la propagación del nuevo coronavirus.
Con el paso de los días, y en la medida que en la mayoría de los territorios hay un retorno a la actividad económica y social, bajo nuevas condiciones, no puede existir espacio para el relajamiento. La experiencia internacional y la propia nuestra nos enseña cómo ante cualquier descuido el virus del SARS-Cov-2 vuelve a reactivarse con extrema facilidad.
Hay que asumir de una vez y por todas que las rutinas y prácticas sociales han cambiado, mientras exista la amenaza de la Covid-19, y no puede verse como un capricho ni un extremismo de nadie, que exista y se exija ese apego al distanciamiento físico, a la desinfección frecuente de las manos y superficies, o el uso permanente del nasobuco en lugares públicos con concentración de personas, entre otras precauciones.
Es cierto que no debe haber posiblemente nadie que en determinado momento de estos últimos meses, y más ahora mismo en los lugares donde ya no existe trasmisión autóctona, no haya incumplido alguna de estas simples medidas, ya sea por un descuido o por alguna circunstancia específica que nos impidió momentáneamente apegarnos a esas normas.
Pero si podemos evitar tomar ese tipo de riesgo, sin que nos pese más allá de la leve incomodidad de asimilar tales hábitos, lo mejor es no hacerlo. Al menos no deberíamos violentar esos cuidados de modo festinado, por capricho o temeridad, a conciencia de que lo estamos haciendo mal.
Por eso aplaudí para mi interior la actitud del chofer del ómnibus que contó a sus pasajeros y cumplió con la limitación del número de personas de pie, a pesar de que le echaran en cara que otros conductores no lo hacen con ese rigor.
Si cada cual cumple con el pedacito que le corresponde en la prevención y control de esta epidemia, aunque eso nos produzca cierta contrariedad –como seguro fue para aquella señora tener que quedarse en la parada sin poder montar en la guagua–, estaremos más cerca del final de la Covid-19.
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