En los procesos de guerras independentistas en Cuba, se asentó una tradición constitucional que comenzó desde la Guerra de los Diez Años. Dotar al país, al menos en el territorio controlado por las fuerzas independentistas, de un cuerpo jurídico que normara la vida de los ciudadanos y que estructurara el órgano de dirección, fue una práctica que se inició en 1869, con la Constitución de Guáimaro y, cuando cambiaron las condiciones después del Pacto del Zanjón, en 1878 se aprobó la Constitución de Baraguá, a tono con la circunstancia en que debían actuar entonces las fuerzas mambisas. Por tanto, era natural que, al reiniciarse la guerra en 1895, se pensara en elaborar las normas para la nueva contienda.
Las concepciones acerca de cómo debía organizarse la dirección de la Revolución eran diversas. De hecho, el debate entre José Martí y Antonio Maceo en el famoso encuentro en La Mejorana versó sobre ese particular. Martí lo plasmó en su Diario de Campaña cuando dijo que Maceo tenía un pensamiento de gobierno distinto al suyo: “una junta de generales con mando, por sus representantes, -y una Secretaría General”; mientas que él consideraba que debía ser “el Ejército, libre, -y el país, como país y con toda su dignidad representado.” Para Martí no podía ser que “patria, pues, y todos los oficios de ella, que crea y anima al ejército, como Secretaría del Ejército.” Eran visiones opuestas que evidencian las distintas concepciones que había, en gran medida como resultado de las experiencias anteriores y también del flujo de ideas de la época.
Justamente, la máxima dirección de la guerra (Martí y Máximo Gómez) se dirigían a la zona camagüeyana donde proyectaban, como explicó a Manuel Mercado en su carta de 18 de mayo, reunir una asamblea para “la constitución de nuestro gobierno, útil y sencillo. Nuestra alma es una, y la sé, y la voluntad del país; pero estas cosas son siempre obra de relación, momento y acomodos. Con la representación que tengo, no quiero hacer nada que parezca extensión caprichosa de ella.” Martí siguió explicando que “seguimos camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas.” A continuación, expuso en esta carta inconclusa su concepción: “La revolución desea plena libertad en el ejército, sin las trabas que antes le opuso una Cámara sin sanción real, o la suspicacia de una juventud celosa de su republicanismo, o los celos, y temores de excesiva prominencia futura, de un caudillo puntilloso o previsor; pero quiere la revolución a la vez sucinta y respetable representación republicana,-la misma alma de humanidad y decoro, llena del anhelo de la dignidad individual, en la representación de la república, que la que empuja y mantiene en la guerra a los revolucionarios.” Sabía Martí que había diversas ideas acerca de esto, por lo que dice a su amigo: “Pero en cuanto a formas, caben muchas ideas, y las cosas de hombres, hombres son quienes las hacen.”
Para el Maestro no estaba aún definido su lugar en la estructura de gobierno que se aprobaría, por lo que afirma: “Me conoce. En mí, sólo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la Revolución” de ahí que le dijera que sabía desaparecer, pero no desaparecería su pensamiento. Esa indefinición lo llevaba a exponer que México debía ayudar a quien lo defendía (se estaba refiriendo al papel de la independencia de Cuba para impedir la expansión de los Estados Unidos), pero había que buscar el modo, solo que él no sabía si podría decidirlo personalmente, por lo que: “he de tener más
autoridad en mí, o de saber quién la tiene, antes de obrar o aconsejar.” Como puede observarse, la reunión de la asamblea estaba concebida y allí se definirían las formas para la dirección de la Revolución en su nueva etapa bélica. La muerte de Martí el 19 de mayo impidió su presencia en la convocatoria y discusión de la nueva Constitución, que se realizó en breve tiempo.
En septiembre de 1895 ya estaban en pie de guerra Oriente, Camagüey y Las Villas. El arribo desde el exterior de sus máximas direcciones, como habían programado Martí y Gómez, se había completado con la llegada de Serafín Sánchez y Carlos Roloff a la zona villareña. Se había consolidado el estado de guerra en esas regiones, lo que llevó al paso siguiente: la convocatoria a una asamblea de representantes del pueblo en armas. La asamblea se reunió en Jimaguayú, el lugar de la caída en combate de Ignacio Agramonte en 1873. Era un homenaje a uno de los más destacados asambleístas en Guáimaro en 1869 y gran jefe militar. Allí se dieron cita los 20 delegados enviados por los cuerpos de ejército. El 16 de septiembre se aprobó el nuevo texto constitucional.
La experiencia de la Constitución de Guáimaro estuvo presente de diversas formas en esta reunión, pues algunos –en especial Salvador Cisneros Betancourt, constitucionalista en 1869- pretendieron mantener los principios de aquella, a pesar de los conflictos que generó, sobre todo por el exceso de poder de la Cámara de Representantes sobre el poder ejecutivo y el mando militar en condiciones de guerra. Había delegados que, ya de acuerdo con lo conversado con Maceo, planteaban que el presidente y el vicepresidente debían ser el general en jefe y el lugarteniente general, respectivamente, lo que generaba la subordinación del poder civil al militar, pero que tuvo la oposición del Generalísimo, es decir, de Máximo Gómez. Había otro grupo, de nueva promoción, sin vínculos con experiencias anteriores, influidos por las ideas liberales de la época, entendidas en las condiciones de guerra en que se encontraban, que buscaban crear un mecanismo de poder más sencillo, que diera libertad al poder civil y al militar sin interferencias mutuas. De esas diferentes posiciones saldría el nuevo texto constitucional, donde se plasmó el propósito de libertad e independencia, acompañado de la organización jurídica del Estado nacional.
Aquí se asumió el carácter republicano sin discusión alguna. En Guáimaro no se había formulado ninguna fundamentación doctrinal, solo se había incorporado a lo largo del texto de manera natural al referirse a los “ciudadanos de la República”. En Jimaguayú, por primera vez, se definió explícitamente, al denominar al Estado libre e independiente como “República de Cuba”.
La división de poderes en Ejecutivo, Legislativo y Judicial, que había estado presente desde 1869, se mantuvo, solo que esta vez adaptado pues no se creó una asamblea de representantes frente al poder ejecutivo, sino que se dispuso la existencia de un Consejo de Gobierno, integrado por seis personas, que reunía los poderes ejecutivo y legislativo.
Si bien en la Constitución de Guáimaro se dice: “Todos los habitantes de la República son enteramente libres” y “La República no reconoce dignidades, honores especiales, ni privilegio alguno”, lo que tenía gran significación para un Estado incluyente e igualitario en derechos en una sociedad donde existía la esclavitud, en Jimaguayú no se hizo declaración explícita sobre ello ‒ya se había abolido la esclavitud‒, pero se utilizó la frase: “todos los cubanos”, para referirse a los derechos individuales y políticos, lo que implica un sentido incluyente en una sociedad discriminadora por razones de clase, raza, sexo y nación. Este aspecto resultaba clave en las expectativas del pueblo cubano respecto a la creación de su Estado nacional.
En las condiciones de guerra, las constituciones habían normado los deberes de los cubanos: “Todos los ciudadanos de la República se consideran soldados del Ejército Libertador” (1869); ahora se establecía: “Todos los Cubanos están obligados a servir a la Revolución.”
La Constitución de Jimaguayú en realidad no plasmó la necesaria autonomía en medio de una guerra para el poder militar, por cuanto en el Consejo de Gobierno creó una Secretaría de la Guerra “para el despacho de los asuntos de guerra”, al tiempo que otorgaba al Consejo la facultad de conceder grados militares desde coronel hasta mayor general, y también autorizaba la intervención en acciones militares por “alto fin político”, con lo que se sentaron las bases para conflictos entre el General en Jefe y el poder civil. Esta Constitución tendría una vigencia de dos años pues establecía que, si en ese tiempo no se había ganado la guerra, se debía convocar a una nueva asamblea constituyente, lo que ocurrió en 1897.
Esta Constitución mambisa continuó, en lo esencial, la tradición sembrada en Guáimaro de dar al país una concepción del Estado, el tratamiento a los ciudadanos y la imagen de la nación misma, lo que era muy importante. Al margen de imperfecciones, pues como dijo Martí, “las cosas de hombres, hombres son quienes las hacen” y cabían muchas ideas en la discusión, estableció las bases del Estado independiente y de los derechos ciudadanos que debía garantizar. Continuo así la tradición mambisa.
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Profesora titular