La decisión más determinante del Gobierno de EE.UU. respecto a Cuba en el marco de la pandemia fue categórica: aprovechar la inevitable propagación universal del virus para aumentar el costo del bloqueo económico y aspirar así a incrementar las carencias y provocar el sufrimiento del pueblo cubano.
En momentos en que desde todos los rincones del planeta se hicieron llamados a la solidaridad y a la cooperación, Washington apostó a que la enfermedad, su contagio virulento, las posibles muertes previsibles y el agravamiento de las dificultades económicas en Cuba fuesen sus aliados de ocasión.
Lejos de dedicar los recursos, y el talento profesional y científico que abundan en ese país, y orientarlos a salvar a su propia población del contagio, la muerte y las nefastas consecuencias para la economía y el empleo, el Gobierno de EE.UU. se propuso castigar a quienes con muchos menos recursos tienen éxito en enfrentarla. El país más rico y poderoso entretanto, y por pura negligencia política, terminó en la injustificable posición de epicentro de la pandemia.
Según recientes declaraciones de quienes en el Departamento de Estado tienen responsabilidad sobre los asuntos cubanos, su política en este periodo ha consistido en restringir las fuentes de ingreso económico de Cuba, y obligar a la población a enfrentar carencias aún mayores, para presentarlas como deficiencias del modelo político y económico.
Reconocen, sin la más mínima vergüenza, haber desatado una campaña de difamación contra la cooperación médica internacional que prestamos. Es una campaña que se sustenta con amenazas y chantajes contra los países que solicitan y reciben nuestra cooperación. Alardean, además, de estar desalentando a los viajeros para frenar los legítimos ingresos de la industria turística.
Estas acciones, sin embargo, no describen más que una fracción de la guerra económica abrumadora y persistente que sufrimos los cubanos.
En el contexto del oportunismo electoral y el énfasis otorgado al peso aparente del estado de Florida, la Casa Blanca condimenta su ofensiva con una intensa campaña de propaganda, dirigida a motivar ánimos de odio, resentimiento e ilusiones de revancha entre determinados sectores de los estadounidenses de origen cubano, cuyos votos tratan de capturar.
Con el respaldo de fondos millonarios y el uso intensivo de las redes sociales y laboratorios de propaganda, la maquinaria de difusión estadounidense se esfuerza por presentar a Cuba como un país inviable, decadente, con una miseria extendida y, curiosamente, merecedor de acciones cada vez más hostiles para intentar que se convierta en realidad el panorama desolador que describe.
Para emprender una agresión tan ambiciosa, el imperialismo se siente obligado a acudir a la mentira de la forma más absoluta y desvergonzada. No es algo que le resulte ajeno, pues forma parte del modo de hacer político tradicional de ese país y componente particular de la actitud hacia Cuba en la larga historia compartida desde fines del siglo XIX.
EE.UU. no tiene derecho ni autoridad moral para proponerse interferir en los asuntos internos de Cuba. Comete un crimen al castigar a la población cubana en su conjunto con sus medidas económicas coercitivas. Transgrede el Derecho Internacional y la soberanía de terceros Estados al imponer restricciones a la actividad comercial de empresas de esos países con Cuba, y atenta contra los derechos humanos de varios países al pretender impedir, con amenazas y represalias, que acudan a la cooperación médica internacional que ofrece Cuba para atender a las necesidades sanitarias de sus poblaciones.
Resulta paradójico que el empeño enfermizo contra Cuba, con el convencimiento de alcanzar el desplome del país y restar la autoridad del esfuerzo solidario cubano, haya demostrado, al cabo de más de seis décadas, las fortalezas del sistema socialista.
Nadie puede negar con honestidad el inmenso impacto del bloqueo económico para la vida cotidiana y el desarrollo del país. Naciones Unidas publica anualmente datos de sobra para fundamentar la dimensión del daño.
Muchas veces hemos preguntado, y no de forma retórica, qué otra nación relativamente pequeña, subdesarrollada y de escasos recursos naturales hubiera soportado durante más de seis décadas el embate de una guerra económica tan sostenida y desigual. Es una interrogante válida, incluso, para muchos países industrializados.
El sistema socialista, como lo entendemos, construimos y defendemos en Cuba, no es perfecto, como no lo es ninguna obra humana.
En el enfrentamiento a la pandemia, ha demostrado sus fortalezas indiscutibles. Estas descansan, sobre todo, en el sentido profundamente humano de un modelo que pone al bienestar de los individuos y la población, a la justicia social, y al derecho a vivir totalmente libre de tutela extranjera por encima de toda otra consideración.
Cuba cuenta con la capacidad de movilizar a la nación en función de una tarea vital; con la virtud de haber priorizado desde hace décadas el desarrollo de un sistema de Salud robusto y accesible a todos, absolutamente todos, y un potencial educativo, cultural y científico propio, con resultados de alcance universal.
Sin esas ventajas, solo posibles bajo el socialismo, Cuba no tendría los resultados favorables que hoy le reconocen en el control del contagio, la recuperación de pacientes, la baja tasa relativa de mortalidad y la capacidad de acudir en auxilio de otras naciones. Sin ellas, el costo para el país en vidas, enfermos y penurias económicas sería devastador, como lo es en países de nuestra propia región. La meta central del sistema político, económico y social de Cuba es alcanzar la justicia más amplia y ambiciosa, y tratar de compartirla con otras naciones en la medida de las posibilidades.
La urgencia de la pandemia nos ha obligado a acelerar la implementación de cambios económicos y sociales fundamentales que previmos en momentos de menos presiones, todos dirigidos a fortalecer, actualizar y hacer más eficiente el sistema socialista.
Preferimos impulsar esas transformaciones bajo un ambiente de paz, pero estamos obligados a aplicarlas con creatividad en el contexto de la más severa agresión.
Sin el socialismo no es posible explicar la capacidad demostrada por Cuba en estos 62 años para defender la soberanía frente al desafío histórico del expansionismo imperialista estadounidense y ante la tendencia recurrente de políticos en ese país a suponer que cuentan con derecho para controlar los destinos de la nación cubana.
El agudo observador de Cuba deberá preguntarse qué motivación podría convencer a los cubanos a doblegarse ante la imposición imperialista del vecino ambicioso que nos ataca.
EE. UU. tiene y tendrá, sin derecho alguno, la capacidad de castigarnos severamente, de generar inmensas dificultades económicas, de imponer obstáculos mayúsculos a nuestras legítimas aspiraciones de desarrollo y bienestar. Puede establecer impedimentos difíciles de superar a los vínculos que deberían ser naturales entre nuestras dos naciones. También tiene el poder de imponer a algunos otros Estados el imperio extraterritorial de medidas económicas coercitivas e ilegítimas contra Cuba. Es algo demostrado.
Pero también ha demostrado que EE.UU., con todo su poderío, no tiene la capacidad de doblegar la voluntad de esta nación. Su crueldad, aun llevada a extremos, no tiene la posibilidad de hacernos renunciar al socialismo, ni a ceder un ápice las prerrogativas soberanas y a la verdadera autodeterminación por la que se han sacrificado generaciones de cubanos durante más de 150 años.
Con EE.UU. tenemos muchas diferencias, unas de carácter bilateral y otras sobre visiones discrepantes respecto a asuntos regionales e internacionales. No tiene sentido pretender ignorarlo. Buena parte de ellas pueden ser objeto de discusión civilizada.
También tenemos áreas de interés común y campos en los que conviene a ambos países buscar entendimiento, e incluso cooperar. Por otro lado, los vínculos entre los pueblos de ambos países han continuado ampliándose en los campos más variados del ingenio humano, con independencia de la relación intergubernamental, y parece que será difícil poner freno a esa realidad.
El destino dirá si, y cuándo, será posible construir una relación respetuosa y constructiva. La experiencia de la historia no lo excluye, pero tampoco lo garantiza.
Entre las características más consistentes de la difícil historia compartida en los últimos 62 años, está la disposición de Cuba a encontrar una forma de convivir respetuosamente con EE.UU. y de intentar resolver las diferencias por vías diplomáticas. Es una aspiración que el pueblo cubano comparte por abrumadora mayoría y que hoy parece lejana, aunque no es imposible.
5 de agosto de 2020
(Cubaminrex-Granma)
Acerca del autor
Carlos Fernández de Cossío
Diplomático cubano. Director General para Estados Unidos del Ministerio de Relaciones Exteriores.