¿Qué diría si la llamaran otra vez?, le pregunté de un tirón a la doctora Maritza González Valdés y ella expresó un sí rotundo con rapidez. Es que esta geriatra, que lleva 24 años ejerciendo una de las más humanas de las profesiones, considera que el cumplimiento del deber y la responsabilidad resultan consustanciales con el quehacer del personal de la Salud.
Así que cuando en el Hospital Docente Clínico Quirúrgico Doctor Salvador Allende, de la capital, solicitaron la disposición para integrar las brigadas que atenderían los casos (sospechosos o enfermos) con la COVID-19, no lo dudó. Apenas lo había comentado con su esposo, su mamá, su hija mayor, pero estaba convencida de que la apoyarían. “Es el campo de batalla y la trinchera de estos tiempos”, expresó.
El sostén familiar le permitió laborar durante 14 días en la sala Mario Muñoz de esa instalación hospitalaria y luego permaneció igual período en aislamiento, un desafío difícil no solo por la complejidad de la tarea, sino porque nunca se había separado de su niño más pequeño, quien sufrió el necesario distanciamiento.
Comenzó el 27 de abril, precisamente, en la sala de Geriatría donde labora desde el 2002 y que durante este tiempo ha estado en función de la pandemia. “No eran pacientes confirmados, sino que una vez que llegaban con síntomas eran ingresados. El equipo trabajó muy unido y lo integramos dos médicos, cuatro enfermeros, tres estudiantes de la Universidad de Ciencias Informáticas, que apoyaron la limpieza, y un metodólogo de Física asumió como pantrista. Me estremecieron esos 14 días”.
Uno está acostumbrado —comentó— a que el paciente tenga acompañante, a que la familia lo vaya a ver, pero en esa situación nosotros hicimos de todo un poco. Además de velar por la salud, por la vida, estuvimos al tanto de lo que ellos pudieran necesitar.
“Atendimos desde personas muy jóvenes —recuerdo a una muchacha de 19 años con una fibrosis quística— hasta pacientes de 93 y 94 años, con demencia, inmovilizados. Siempre estuvimos ahí, acompañándolos, y se establecieron vínculos muy fuertes con los familiares. Nos llamaban, preguntaban y nosotros les explicábamos.
“Algunos tuvieron complicaciones y entonces se trasladaban a las terapias (intermedia e intensiva), pero quienes estaban más tiempo nos contaban de sus vidas, de por qué habían llegado hasta allí. Uno de los días más emocionantes fue cuando la esposa de un enfermo que ya estaba de alta me llamó por teléfono y me dijo: ‘¡Ya él está en casa, llegó bien, sin problemas, gracias por todo!’. En realidad no esperaba esas palabras”.
Contó cómo se establecieron relaciones de amistad con los pacientes y los familiares, incluso algunos se comunican con ella todavía. “Vivimos momentos tristes, duros, pero también hubo otros gratos, sobre todo cuando los resultados de los PCR eran negativos, entonces sentíamos que las preocupaciones se desvanecían, estaban sanos y podían marcharse para sus casas”.
Según la doctora Maritza, “la COVID-19 ha puesto a prueba los valores que la Revolución nos ha enseñado, como el humanismo, la solidaridad y la responsabilidad.
“Además de los geriatras, en esta batalla están participando otros especialistas, como los cirujanos, los ortopédicos, los anestesistas. Ha sido un combate de todos, bajo la dirección del centro y la colaboración del personal de apoyo”.
Emocionada por lo vivido, tanto en la instalación hospitalaria como durante la etapa de aislamiento, aseveró que también resultaron gratificantes las palabras de aliento y de ayuda de sus estudiantes de Medicina, “quienes estuvieron al tanto y escribieron en las redes sociales hermosas palabras”.
Pero sin duda lo más duro —al margen de la actividad asistencial— fue la separación de su hijo, que no se acostumbró a su ausencia. “Mamá, eres muy importante para nosotros, eres mi corazón, la más linda del mundo, cuídate mucho”, fueron algunas de las frases que le escribió Enmanuel y que ahora ella, de vez en cuando relee en el celular, como para que el tiempo no borre de su memoria tan lindos recuerdos.