Escribe Eliseo Diego: Juega el niño con unas pocas piedras inocentes/ en el cantero gastado y roto/ como paño de vieja.// Yo pregunto:/ qué irremediable catástrofe separa/ sus manos de mi frente de arena,/ su boca de mis ojos impasibles.// Y suplico/ al menudo señor que sabe conmover/ la tranquila tristeza de las flores, la sagrada/ costumbre de los árboles dormidos.// Sin quererlo/ el niño distraídamente solitario empuja/ la domada furia de las cosas, olvidando/ el oscuro esplendor que me ciega y él desdeña.
Es un poema entre cientos, pero define una de las más raigales obras líricas del siglo XX en Cuba. Eliseo Diego (La Habana, 1920-Ciudad de México, 1994) el poeta del tiempo y los espacios amables, de la evocación y la nostalgia. Sin sobresaltos, sin rupturas escandalosas, con la fuerza desnuda de la palabra, recreó un universo de pequeñas cosas, cosas cotidianas y no por eso menos importantes.
Y también habló de los temas eternos: el amor, la soledad, la muerte. Cuando Eliseo Diego se regodea en la memoria, cuando dibuja paisajes de delicada luminosidad, no se prodiga en atronadores torrentes. Su poesía es un río subterráneo, de profundas resonancias: no se ocupa de la peripecia inútil: es celebración de las esencias.
Escribió de lo que escriben casi todos los poetas, y sin embargo sus poemas se distancian siempre del lugar común; pretenden alumbrar zonas de penumbra en las que se esconden disímiles sentidos. Esa es la poesía grande.
Hay que redescubrir a Eliseo Diego. No será titánico el esfuerzo: sus poemas, sus ensayos, sus cuentos están ahí. No son literatura pirotécnica. Eliseo Diego fue maestro de la contención. Y sin embargo, su cuerpo lírico es diamantino. Sólido, transparente, iridiscente.