El miedo hace años que dejó de ser una de sus reacciones ante un peligro inminente; es una palabra que no dice ni siente. Y es que para Rogelio León Martínez esa sensación no existe desde que cumplió el Servicio Militar Activo en Angola, donde creció a empujones en tierras extrañas y se hizo un hombre. A partir de ese día, solo siente cierto temor ante algunas cosas, muy pocas.
Pero no lo puede negar. Cuando comenzaron a llegar los primeros pacientes con coronavirus al Hospital Militar Doctor Octavio de la Concepción y la Pedraja, en Camagüey, ha tenido que apretarse el cinturón, preocuparse lo justo y seguir adelante. “Esta es una experiencia única, de la que saldremos victoriosos”, asegura.
En este centro médico ha sido camillero en el cuerpo de guardia y en el salón de operaciones, operador del banco de oxígeno y actualmente lavandero. A sus manos llegan ropas, sábanas, toallas… que emplean el personal médico que atiende a los pacientes con la COVID-19 y los ingresados por esta enfermedad.
“Si lo miras así —dice—, es algo riesgoso, porque por la ropa uno se puede contagiar. Pero si te cuidas, te pones los guantes, las gafas, el gorro y el nasobuco, no pasa nada. Tengo 59 años, ninguna enfermedad crónica y sí mucha disposición.
“Cuando el mensajero de la zona roja trae las bolsas con ropa del salón, inmediatamente se hace un proceso de desinfección con cloro. Las piezas se clasifican por salas y luego comenzamos a deschurrarla con más cloro.
“Ya después comienza el proceso de lavado por casi media hora con vapor; se centrifuga y se pasa por la secadora para darle más calor, porque así es como se garantiza la muerte del virus.
“Eso se lo explico bien a Maritza, mi esposa. Ella siempre me apoya en todo y me comprende, pero le cuento para que en la familia estén tranquilos y entiendan por qué paso tanto tiempo en el hospital. Y me cuido como ellos me piden, porque esta es una enfermedad nueva y un enemigo invisible.
“Antes se trabajaba de siete de la mañana a cinco de la tarde, pero desde que comenzó esto llego a las cinco de la mañana y no me voy hasta que acabe con la última pieza”.
Al principio, dice Rogelio, intentó contabilizar la cantidad de ropa que lavaban, pero era casi imposible. “Esto es constante, no paras, solo para comer o cambiarte el nasobuco y de inmediato volver a lavar. Uno se cansa, claro, pero como lavamos bien, sabemos que todos pueden hacer su trabajo sin miedo a enfermarse con el coronavirus. Esa es la mejor alegría”.