Cuba es un país de apenas once millones de habitantes, pero la incidencia de su música en la cultura universal es inmensa.
En tiempos de apabullante globalización, del impacto creciente de una homogeneización no tan inocente como pensarían algunos, defender ese patrimonio nuestro, esa música que nos distingue y que nos expresa, es, tiene que ser asunto prioritario para las instituciones de la cultura; obviamente, también para las empresas discográficas.
El disco es el centro mismo de una pujante industria cultural en el mundo. Y como toda industria, el componente meramente comercial es vital. Pero, ojo, la lógica del arte no puede ser la de la simple mercancía, el imperio de la simple funcionalidad.
Respetar el valor cultural es esencial. Por eso, a la hora de grabar, de producir, de socializar la música, habría que partir de claras jerarquías artísticas.
Si lo bueno vende, felicidades. Pero no todo lo que vende es bueno. Y no todo lo bueno se vende. Parece un juego de palabras, pero está claro que la industria cultural estará siempre ante la disyuntiva de la calidad.
La nuestra, que en buena medida está subvencionada, tiene que responder a esquemas primero que todo culturales… y eso no significa, por supuesto, que haya que darle la espalda al mercado.
Es más, desde el propio catálogo de las discográficas y su adecuada promoción se puede influir en el público, contribuir a su formación, y por tanto influir en las dinámicas de ese mercado.
Discos para los mejores, para lo más representativo, para lo más interesante y formalmente rico. Y eso no va en detrimento de ningún género. Ahora bien, hay que investigar, hay que hacer levantamientos en todas las regiones, hay que garantizar excelencia en los procesos.
Porque la buena música necesita buena factura en su producción.
Algo queda claro: hay que trabajar mucho, hay que trabajar más. Estamos convencidos de que nuestro catálogo es rico y variado. Pero todavía tiene mucho potencial.