Jorge Luis Betancourt estaba en su mundo: rescatando piezas antiguas y despertándoles el ánima como el gitano Melquíades; reparando relojes enormes que nadie creería que volvieran a dar la hora; restituyéndole a muebles coloniales su esplendor original, siendo feliz a través de cada objeto que salvaba de las garras del tiempo.
Tania Zaldívar, menuda y enérgica, también permanecía en su burbuja: como madre cabal luchaba por la formación artística de su niña. Buscaba un piano para que la pequeña continuara su aprendizaje musical. En ese afán, un día necesitó encontrar a alguien que, entendido en la materia, pudiera aconsejarla en la compra que iba a efectuar. Así que escuchó las recomendaciones y, entre las rectas calles holguineras, se dispuso a localizarlo a él, a Jorge Luis, el restaurador.
Aunque suene común no puede negarse que el encuentro entre ambos provocó una especie de “corrientazo”. A los ojos de Jorge Luis, aquella visitante se parecía a la cantante chilena de “Huele a peligro”. “El hombre que yo amo”, con sus pómulos abultados y sus ojos medio chinos, en un intento de piropo le dijo: “¿Cómo no va a cantar tu niña si tú eres igualita a Miriam Hernández?”
Lo que la dama respondió no puede precisarse aquí. Quizás sonrió disimuladamente o le clavó una mirada pícara. Lo cierto es que a partir de ahí, hace 10 años ya, el amor empezó a arroparlos.
Tania admiraba cómo en las manos de Jorge Luis los objetos más antiguos y destruidos cobraban vida. Cómo las teclas de pianos atrofiados volvían a sorprender el oído, cómo los fonógrafos de Edison, que fueron las primeras máquinas de este mundo que grabaron y reprodujeron sonidos, resucitaban en pleno siglo XXI.
Él, a su vez, se asombraba de cómo ella se dejaba embriagar lentamente por la magia de la restauración. Disfrutaba verla, con la curiosidad de un niño y la paciencia de un buda, colaborando en el arreglo de cualquier objeto.
“Enseguida yo noté que le encantaba el mundo mío, había una afinidad. Recuerdo que compré un juego de comedor (español) pintado de blanco y ella misma le hizo el decapado, o sea, dejarlo en la madera. A partir de ahí fue aprendiendo y llegó el momento en que empecé a delegarle tareas”, cuenta él.
Ambos fueron creciendo en el rincón de espiritualidad que construyeron juntos. Al lado de Tania, Jorge Luis incrementaba la pasión que desde los 12 años lo animaba a reparar objetos patrimoniales del Museo La Periquera, como la pistola del Comandante Eddy Suñol; o a rescatar de la inutilidad cualquier objeto valioso, ya fueran dos cajas fuertes encontradas en la calle o los Escudos cardenalicio y papal, que a inicios de la década de los 60 alguien robara en la Catedral de la Habana para luego trasladarlos hacia Holguín y arrojarlos en el pozo del cementerio de la ciudad.
Por su parte, al lado de Jorge Luis, Tania descubrió un nuevo talento. En su juventud, primero había cantado como aficionada en el grupo Huella Latina, del municipio Báguanos, después se había preparado como maestra de Primaria, y hasta había ingresado en el estudio de canto, pero hasta conocerlo a él no sabía que sus manos podían “inspirarse” en el arte de restaurar.
“En esta relación de amor él me absorbió, me hizo restauradora, no me obligó a nada, simplemente yo seguí sus pasos. Aprendí muy motivada y ahora sé que la ayuda y colaboración que le presté desde el inicio para que sus proyectos se hicieran lo más rápido posible, me formó hasta el punto de que ya hoy trabajamos en equipo. Él hace la parte mecánica y yo me dedico a la estética, a darle la terminación a las piezas, los colores, lustrar los brazos. Darles el acabado”, narra ella.
Ese amor cómplice es el responsable de que hace poco más de seis meses a la ciudad de Holguín le haya nacido un proyecto cultural único de su tipo en el país, La Casa de la Victrola, que es fruto de la dedicación de ambos y del apoyo institucional.
Allí, en ese acogedor espacio que produce curiosidad a quienes pasean por el primer tramo del boulevard holguinero, se muestran 15 piezas, entre fonógrafos, gramófonos y victrolas, totalmente reparadas por Jorge Luis y Tania, y en las cuales suenan, con la misma gracia de antaño, la melodía de nuestros abuelos y bisabuelos.
Los visitantes que llegan hasta La Casa, entre quienes abundan turistas extranjeros, no disimulan la dicha de poder escuchar óperas y boleros con una calidad sonora asombrosa y como escoltados por el espíritu de los padres fundadores de los equipos de sonido, cuyos rostros cuelgan de las paredes.
“El amor nos ha dado la posibilidad de lograr cosas que nunca pensamos, como La Casa de la Victrola. El día en que empezaron a llegar las primeras piezas, él estaba muy motivado porque esa era su pasión desde niño. Yo, que entraba en su mundo, estaba un poco escéptica ante aquellos artefactos destruidos. No tenía esa convicción de él que le hacía verlos como piezas terminadas. Pero cuando comenzamos a recuperarlas, vi que realmente era fascinante”, expresa Tania.
Así, curtidos por el trabajo diario, que más que trabajo es pura pasión artística, estos holguineros impulsan su amor, que se expande por la ciudad, como llevado por las ondas sonoras de las victrolas antiguas.