Hay una percepción del ballet, específicamente de los grandes clásicos del ballet, que los considera inalterables e inamovibles. Las personas que asisten habitualmente a las temporadas —no tienen que ser necesariamente balletómanos— saben que esta idea no se sostiene.
No se baila El lago de los cisnes o Giselle hoy en día como se bailaba hace más de un siglo. Es que ni siquiera se baila igual ahora que hace apenas veinte años. Y no tiene que ver solo con las versiones coreográficas (que obviamente, recrean los originales y a veces los “bombardean”), también con la propia evolución de la técnica y la vocación interpretativa de un arte vivo.
El ballet nunca será un arte de museo, aunque haya museos para el ballet. Experimenta una renovación permanente, una renovación natural. Por eso, esos dos conceptos “tradición y modernidad”, no deberían ser asumidos en contraposición: no se puede hablar de modernidad ignorando la tradición. Y la propia modernidad se integra (aunque a veces no nos demos cuenta) en esa tradición.
Por supuesto, después de un proceso de jerarquización que también resulta consustancial al arte.
La creación del Ballet Nacional de Cuba hace más de setenta años (en aquellos años Ballet Alicia Alonso), su refundación en 1959 fueron, indudablemente, una apuesta por la modernidad… porque ese hito marcó también, de alguna manera, el nacimiento del ballet cubano, del auténtico ballet cubano, que bebía (no podía ser de otra manera) del gran acervo universal, pero que enriqueció ese acervo con las marcas de una identidad.
Los abanderados de esa modernidad en Cuba fueron quizás los coreógrafos, aunque esa labor coreográfica encontró sostén y concreción en una creciente capacidad técnica (la Escuela Cubana de Ballet), y en una vocación de estilo. Alicia Alonso decía que la única manera de preservar un estilo es ponerlo a dialogar con su tiempo, sin que se pierdan las esencias.
Se dice sin que falten razones que vivimos ahora una especie de adormecimiento, que tiene causas bien concretas, que a veces trascienden el ámbito del arte. Pero hay potencial en nuestras compañías y en nuestras escuelas, hay creadores inquietos, y hay un público expectante, por más que los grandes clásicos (algunos de los cuales ameritan nuevas revisiones) sigan siendo los más populares.
El desafío principal es ofrecer espacios para la experimentación, para la renovación, para el debate creativo, incluso, para el tanteo. Las direcciones de las compañías tienen esa responsabilidad. Nadie debería dormirse en los laureles.
La temporada que presenta este fin de semana el Ballet Nacional de Cuba en el Gran Teatro de La Habana, en la que confluyen armoniosamente varios estilos, es un paso en la dirección correcta.