¿Quién no recuerda la solemnidad de aquellos matutinos escolares de la infancia, cuando recibíamos la bandera en la plaza de formación, o la alegría que implicaba para el niño y la niña que les tocaba izar o arriar la enseña nacional?
Doblar cada tarde la bandera en forma de triángulo, impedir siempre que roce el suelo, son algunas de esas prácticas que aprendemos desde los años iniciales de la enseñanza primaria, al principio solo como una cuestión de hábito o disciplina, que con el tiempo se convierte en sensibilidad y convicción.
El respeto a los símbolos y atributos nacionales está entre las primeras nociones políticas que se adquieren en la niñez, junto con el conocimiento sobre las figuras más relevantes de la historia patria, y el enaltecimiento de su imagen y memoria.
La lógica indica que esta identificación debería ser cada vez más consciente, a partir de profundizar en el estudio de los acontecimientos históricos, y afianzar los sentimientos de pertenencia a una nacionalidad.
No obstante, en ocasiones percibimos que no siempre estos nexos iniciales que la escuela fomenta hacia nuestros símbolos, atributos y figuras insignes de la historia, llegan a madurar luego en una conciencia permanente, atenta a los matices de su uso y cuidado cotidianos.
Por eso la trascendencia de la reciente Ley de Símbolos Nacionales, que fuera aprobada en julio del pasado año, la cual flexibiliza y actualiza no solo los contenidos, sino los requisitos formales de su empleo en el país.
De todos es sabido que a veces todavía es posible hallar malos ejemplos del uso, conservación y debido cuidado de nuestros símbolos patrios. A veces se trata de detalles de los cuales podemos percatarnos si somos lo suficientemente observadores, pero en otras ocasiones son irreverencias torpes, o falta evidente de cuidado o respeto.
Y ahora lo importante no es únicamente que haya una legislación que regula este empleo de los símbolos que, además, debe ser debidamente divulgada y exigida, para afianzar la cultura jurídica al respecto. Pero más allá del aspecto legal, el asunto pasa por la sensibilidad de la ciudadanía.
El empleo de la bandera, el escudo o el himno, requiere que lo pensemos, revisemos y valoremos en cada una de las circunstancias donde pretendamos utilizarlos.
Incorporarlos a nuestro entorno está bien, y es muy necesario. Hacerlo de un modo que dignifique a quien lo porta o utiliza, nos enriquece individual y colectivamente.
¿Dónde ubicamos la bandera en un colectivo laboral? ¿Quiénes responden por su conservación y cuidado? ¿Qué ocasión amerita que entonemos el himno nacional o que el escudo la presida? ¿Cuáles son las condiciones que debe reunir un sitial donde haya un busto de José Martí o de cualquier otro insigne patriota? Son preguntas que debemos responder de forma colegiada en cada lugar y momento específico, con sentido común, apego a la Ley y, sobre todo, de una manera que enaltezca el espíritu patriótico de la colectividad.
Quienes de forma sistemática laboran con prácticas comerciales, el diseño gráfico, los mensajes audiovisuales, también deben prestar especial atención a la utilización de estos símbolos nacionales, para no desvirtuar, so pretexto de su difusión, la significación íntima, patriótica, que tienen para nuestro pueblo.
Ante lo que representan tales símbolos, atributos, héroes y heroínas, su historia y capacidad inspiradora, siempre tenemos que volver a ser esas niñas y niños que, con emoción, entonábamos cada mañana el himno nacional en el matutino, o teníamos la gran satisfacción de que nos tocara izar la bandera en el patio de la escuela.